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Viva la vida

Vivimos en plenitud, amamos, reímos, sufrimos y, finalmente, entregamos todo en la muerte, como si fuera el último giro de esa danza.

1 de abril de 2025 Por: Daniel López
Daniel López
Daniel López, gerente de sostenibilidad del Banco de Occidente. Foto suministrada por la empresa. | Foto: El país

La muerte es la única certeza absoluta de la vida. Desde la filosofía hasta la religión, diferentes tradiciones han intentado darle sentido a este final inevitable.

En la filosofía, figuras como Heidegger y Sartre la ven como un recordatorio de nuestra finitud y libertad; saber que moriremos nos obliga a dar sentido a nuestra existencia.

En contraste, las religiones la interpretan como una transición, un paso hacia otra realidad. En el cristianismo e islam, la muerte no es el fin, sino el umbral hacia la eternidad, mientras que el budismo la concibe como un eslabón dentro del ciclo de la reencarnación y el crecimiento.

Ante esta inevitabilidad, conceptos como el de memento mori, nacido en la filosofía estoica y perpetuado en el arte medieval, nos recuerdan que la muerte es inevitable y que, en lugar de temerla, debemos usarla como impulso para vivir con sentido.

En el fondo, esta idea nos acerca a otro mensaje esencial: ‘Viva la vida’. No como una frase vacía, sino como un llamado a honrar el tiempo que tenemos, a vivir con intensidad y propósito, a amar sin reservas, sabiendo que algún día seremos solo un recuerdo en la memoria de otros.

Sin embargo, más allá de los significados que le otorgamos, la muerte no solo afecta a quien parte, sino a quienes se quedan. El duelo es el proceso emocional que permite a los vivos enfrentar la ausencia de quienes amaron.

Como describió Elisabeth Kübler-Ross, este tránsito suele incluir las etapas de negación, ira, negociación, depresión y, finalmente, aceptación. Cada persona vive el proceso de duelo a su propio ritmo, entre el dolor de la pérdida y la necesidad de seguir adelante.

La paradoja del amor es que cuanto más amamos, más riesgo corremos de sufrir por la pérdida. Sin embargo, esto no significa que debamos evitar el amor, sino que debemos aprender a vivir con la certeza de que todo en la vida es transitorio.

La vida es un flujo constante de experiencias, relaciones y despedidas, un baile en el que cada paso deja una huella en los demás. Vivimos en plenitud, amamos, reímos, sufrimos y, finalmente, entregamos todo en la muerte, como si fuera el último giro de esa danza. Porque si algo nos enseña la finitud, es que la vida es un regalo que debe ser celebrado hasta el último instante.

La muerte no es solo un final, sino una onda expansiva que sacude a quienes nos amaron. Al principio, el impacto es doloroso, los llena de vacío y los confronta con la ausencia. Pero con el tiempo, ese dolor se transforma en memoria, en amor perdurable, en historias compartidas.

De esta manera, seguimos existiendo en quienes nos recuerdan, en los ecos de nuestras palabras y en los sentimientos que dejamos sembrados en otros.

El olvido no es inmediato, ni absoluto. Mientras alguien nos lleve en su corazón, seguiremos siendo parte del baile de la vida, aun después de haber salido de la pista.

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