Opinión
Malcolm
Veía lo que otros no veían. De ahí la furia que desató en la Universidad Nacional cuando puso en duda que Colombia fuese un país históricamente violento al resaltar las épocas de relativa tranquilidad...
“¿Café?”, preguntó en perfecto español con un marcado acento inglés. “¿Te gusta el pato?”. “Sí, gracias”. Revisaba el punto de cocción. Desde una cocina estrecha -como su casa, un laberinto de libros, fotografías antiguas y recuerdos de su nieta- salían comentarios y preguntas, curiosas, agudas y triviales, de la vida en Oxford y de Colombia. Escuchaba atento llevando la mano al oído y hablaba pausado asintiendo lo que decía.
“Las tejas de barro de Buga son interesantes, las hay de varios estilos: las tejas dicen mucho de la vida de la gente”, sentenció de la nada, pasando a explicar su afirmación. Con igual perspicacia se refería a la pobreza de nuestras guerras civiles -en las que más personas habrían muerto por enfermedades que en el campo de batalla-, a los modestos ingresos de una finca cafetera y al dominio del castellano de algunos Presidentes en el Siglo XIX.
Como lo escribió Gustavo Bell, era un historiador heterodoxo. Pensaba distinto. Veía lo que otros no veían. De ahí la furia que desató en la Universidad Nacional cuando puso en duda que Colombia fuese un país históricamente violento al resaltar las épocas de relativa tranquilidad y al compararlo con países europeos. “El auditorio quería un pasado violento”, afirmó. Era la tesis predominante en la academia y pocos como él, la cuestionaban.
Así como controvertía teorías convertidas en verdad sobre la violencia, lo hacía con todo. Parecía tener un procesador mental distinto y como lo señalan sentidas reseñas, tejía la historia con anécdotas y detalles en apariencia baladíes, arropadas en exquisito humor e ironía. “Es innegable que las cosas sencillas son las que más conmueven los corazones profundos y las altas inteligencias”, advertía Alejandro Dumas. En él, se hacía evidente.
“Hay que escribir sencillo, no hacerle difícil la vida a quien va a leer”, decía al corregir con lápiz rojo sin tajar los primeros ensayos que le presenté. “Escribir enredado para mostrar erudición es un irrespeto”, agregó. Y preguntó: “Usted dice que la criminalidad urbana es mayor que la rural, ¿está seguro?” Le respondí que sí. “Vaya lea y nos vemos en quince días, y escriba algo sobre pandillas, en varios países.” Nunca había leído tanto.
En medio del doctorado en política le pregunté qué opinaba de una tercera aspiración mía a la alcaldía de Cali. “¿Cuántas ganas tienes?”, dijo. “Muchas”, respondí, sorprendido con la pregunta. Cuando me disponía a explicar, señaló: “Importante, las ganas pueden hacer la diferencia entre ganar o perder”. Regresaría a la Universidad de Oxford para continuar mis estudios luego de perder, no por falta de ganas, sino por fraude electoral.
Sabía que para muchos latinoamericanos no era fácil educarse por fuera, por eso, como tutor, ayudaba a sus alumnos sin ceder en la exigencia académica. “¿Usted va a terminar el doctorado o se va a quedar de candidato a doctor?”, me preguntó cuando acortaba el tiempo para presentar la tesis. “Lo termino”, le dije. Días y noches en las bibliotecas, leyendo, reflexionando y escribiendo. No iba a ser inferior a su confianza ni a la mía.
Al repasar los nombres de los colombianos que fuimos sus alumnos percibo cierta huella común en la manera de entender el país y aproximarse a su análisis, sin caer en unanimismos. Debe ser parte de su legado, real e intangible. La noticia de su muerte recorrió triste los caminos de Colombia, los mismos que anduvo desde joven. Hace un par de meses lo llamé, quería saludarlo, decirle GRACIAS. “Malcolm, es Kiko”. “Hola, Kiko, ¿cómo van las cosas?”. “Bien, ¿cómo estás?”. “Ahí vamos, un poco fregado, pero bien.” Cerré los ojos, tragué saliva, sabía que era la última vez.
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