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El otoño de la ropa interior
Ahora, con tanto amigo con bastón por fracturas de pelvis y de huesos diversos, no queda alternativa que evocar los mejores momentos de la ropa interior.

27 de jul de 2025, 01:26 a. m.
Actualizado el 27 de jul de 2025, 01:26 a. m.
Debo reconocer que me impactó la reciente lectura de consejos para prevenir caídas en mayores de 60 años. Entre la lista de razones por las que dichos adultos se caen y fracturan la cadera o el fémur, la más frecuente es la quitada o puesta de la ropa interior. Los cucos en el tobillo ponen a bailar sanjuanero a las damas hasta que caen al piso, y los señores, pésimos parejos, con un calzoncillo engarzado en el pie hacen más acrobacias que ‘El Mulato’ en su cabaret.
El ortopedista autor de las prevenciones, recomienda que dichas prendas íntimas se deben poner sentados al borde de la cama, recostados en el marco de la puerta del baño o con las posaderas en el sanitario. La verdad, tristes posiciones, más aún si repasamos la vida y recordamos cómo la ropa interior fue cómplice de nuestra evolución física y emocional hasta llegar a este desenlace, donde hay que quitarse tales prendas con miedo y desconfianza.
Esos pantaloncillos nos hicieron sentir varoncitos cuando abandonamos los pañales. Luego fueron banderas de libertad cuando, en ausencia de pantaloneta de baño, eran la única prenda que entraba al río o a la piscina. Marcaban estatus cuando llegó la moda de usarlos de colores o psicodélicos; entonces dejar ver la policromía en la franja enresortada era descrestador.
La etapa más trascendental vino después con los noviazgos: ir bien vestido interiormente era tal vez más importante que la pinta exterior. Un calzoncillo anticuado o roto, eran preámbulos de desencanto erótico.
Recuerdo esta anécdota que lo ratifica: uno de mis mejores amigos en Bogotá era la mano derecha de un alto dirigente gremial, reconocido por su porte y elegancia. Llegaba a los 70 años, pero tenía el encanto vigente. A raíz de una entrevista que le hizo Virginia Vallejo, entonces la más sensual presentadora de la televisión, el galán la invitó a almorzar unas tres veces y se lo contaba orgulloso a mi amigo que debía tener entonces 32 años. Hasta que un día, muy nervioso, le dijo: “Chino, acompáñame a un buen almacén de ropa de hombre”. En el camino le contó que Virginia lo había invitado a cenar a su apartamento y quería estar preparado por si la cena tenía ‘final feliz’. Él sentía que, por usar pantaloncillos largos, podría desencantar a la diva.
Mi amigo lo asesoró y compraron una fina dotación de boxers de algodón de diseñador. Al final de la jornada laboral, mi amigo le deseó suerte al jefe, quien no cabía de la emoción. Al día siguiente, el galán entró cabizbajo, mi amigo entró a su oficina, cerró la puerta y le preguntó: “¿Qué pasó, jefe? ¿Algo no salió bien?”, a lo que el ejecutivo respondió con tristeza: “Virginia lo que quería era presentarme a su mamá. ¡Perdimos la platica de los boxers!”.
Ahora, con tanto amigo con bastón por fracturas de pelvis y de huesos diversos, no queda alternativa que evocar los mejores momentos de la ropa interior. Algunos los recordarán mojados en una piedra en Pance, otros un ‘pantie’ rojo colgando de una lámpara; otros jamás olvidarán la hilera de ropa que quedó aquella noche loca en el piso de ese apartamento: la corbata Hermes que tanto se cuidó en el día ahora está en la entrada como un nudo ciego, después el saco con las mangas enredadas, la correa con pose de ‘rabo de ají’ y al final, a la entrada del aposento, la ropa interior de la pareja.
‘C’est fini’ como la canción de Aznavour. La melancólica ciencia de vestirse está reemplazando el fascinante arte de desvestirse. El movimiento de samba frente al espejo ha quedado sustituido por el réquiem de Mozart en el bordito de la cama. Y eso que faltan las instrucciones de cómo usar el pañal. Ojalá se demore en llegar.