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Volvamos a empezar

El fundamento primero de un régimen democrático es que el origen del poder se encuentra en el pueblo, en la masa de ciudadanos, y no en la fuerza ni en la tradición, como en las monarquías o en los sultanatos.

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Alberto Valencia Gutiérrez | Foto: El País

8 de oct de 2025, 02:42 a. m.

Actualizado el 8 de oct de 2025, 02:42 a. m.

San Agustín, uno de los grandes filósofos de la historia de la cultura, decía que si nadie le preguntaba que era el tiempo él lo sabía. Pero si alguien le preguntaba, no lo sabía explicar. Creo que algo similar ocurre con la democracia. Todos pretendemos saber que es pero, si nos preguntan, es muy posible que no sepamos contestar. Pues bien, hagamos entonces una ‘pedagogía de la democracia’, uno de los objetivos de estas columnas,

Todo el mundo asocia la democracia con la palabra mayorías. Y no se equivoca. Las mayorías son las que eligen a los gobernantes. Y el fundamento primero de un régimen democrático es que el origen del poder se encuentra en el pueblo, en la masa de ciudadanos, y no en la fuerza ni en la tradición, como en las monarquías o en los sultanatos. De niños lo aprendimos en los juegos: “mayoría gana”, decíamos, “vivimos en un país democrático”. Y crecimos con esa idea.

Sin embargo, así suene extraño, la democracia no es “la ley de las mayorías” sino el respeto por las minorías. No se trata simplemente de que la mayoría imponga su voluntad. Si así lo fuera estaríamos entonces en un régimen despótico de nuevo cuño. Hitler y Mussolini tuvieron amplias mayorías en sus países pero difícilmente podemos considerar democráticos sus gobiernos.

El principal valor de la democracia, por el contrario, es la pluralidad, el respeto por las diferencias, el reconocimiento de los más vulnerables, la protección de los derechos de las minorías étnicas, religiosas, políticas, culturales, de género; la crítica y la diversidad de opiniones, la ‘institucionalización del desacuerdo’.

La democracia, además, es democracia liberal. Y esto quiere decir que el ejercicio del poder está sometido a controles, desde los más institucionalizados como los poderes públicos autónomos e independientes que fiscalizan el comportamiento de los gobernantes o las constituciones que les imponen unas reglas de juego por encima de su voluntad. Pero también existen controles de otra índole: la fortaleza de la sociedad civil frente al Estado, la prensa libre, independiente y controladora, la libertad de expresión y, sobre todo, el respeto por las minorías, que es el contrapeso que impide que el ejercicio del poder se convierta en tiranía. Las minorías están llamadas a controlar los abusos de las mayorías.

Un presidente que es elegido por una precaria mayoría de votos (50,44% como el actual) no llega al poder sólo con el mandato de representar a la masa de ciudadanos que votaron por él. Si acepta las reglas del juego democrático debe entender que ha sido elegido para representar a la sociedad en su conjunto y no simplemente al grupo que lo llevó a ese lugar. El genio de un gobernante no consiste sólo en conservar la adhesión de los que lo eligen, sino en ganarse el apoyo y la confianza de los que no lo hicieron.

Si a la luz de estos criterios analizamos las actuaciones de los dos líderes más importantes del Siglo XXI en Colombia podemos llegar a la conclusión de que los regímenes que han liderado no han sido propiamente democráticos. Álvaro Uribe impuso la “democracia de opinión”, consistente en que el unanimismo alrededor de su persona era el punto de partida para dar legitimidad a sus decisiones. Gustavo Petro invoca una y otra vez a la gente de la calle y al mandato que supuestamente le otorgó el pueblo. No transa ni busca acuerdos amparado en que se considera el representante legítimo de una parte de la sociedad contra otra. La ley de las mayorías parece ser la norma que orienta las actuaciones de ambos líderes.

Por eso nos encontramos ante un doble fracaso. Ninguno de los dos logró construir los consensos que se necesitaban para poder transformar este país. La clave estaba en negociar y dar participación a los que no compartían su mandato. Votamos por Petro, no por ser petristas, sino porque llegamos a creer que podía ser el líder de los cambios que este país necesita, con base en transacciones y acuerdos; pero se empeñó en imponer la voluntad de la supuesta mayoría que lo eligió. Y los resultados son precarios. “Volvamos a empezar”, como dice el tango.

Profesor Departamento de Ciencias Sociales Universidad del Valle e investigador del Cidse desde 16 de mayo de 1977. Doctor en Sociología de la EHESS de París. Fue Decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas y director de los programas de pregrado, maestría y doctorado en Sociología. Escribe para El País desde 1998.

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