Columnistas
Fragilidad
El Siglo XXI trajo consigo pandemias globales, un aumento implacable de enfermedades mentales, trastornos autoinmunes y padecimientos crónicos como la diabetes, la obesidad o el cáncer, que se expanden silenciosamente como una sombra moderna.

14 de oct de 2025, 02:02 a. m.
Actualizado el 14 de oct de 2025, 02:02 a. m.
La fortaleza del ser humano, esa con la que diseña objetos capaces de llevarlo a la luna, levantar rascacielos imposibles y dominar a otras especies, es apenas proporcional a su enorme fragilidad. Basta una simple gripa para tumbarlo en la cama. Basta un accidente, una célula rebelde o una mala noticia para recordarle lo poco que controla realmente.
Por muchos esfuerzos científicos que se hagan por alargar la vida, sigue siendo frágil el hilo que la sostiene. Cada avance médico, cada descubrimiento tecnológico, no hace, sino subrayar que seguimos siendo cuerpos vulnerables, temporales, finitos. Vivimos más años, sí, pero también convivimos con nuevas dolencias que antes eran impensables. El Siglo XXI trajo consigo pandemias globales, un aumento implacable de enfermedades mentales, trastornos autoinmunes y padecimientos crónicos como la diabetes, la obesidad o el cáncer, que se expanden silenciosamente como una sombra moderna.
La medicina ha aprendido a reparar corazones y reemplazar órganos, pero aún no puede curar la soledad, el estrés o la ansiedad, esas enfermedades invisibles que corroen desde dentro. Los hospitales están llenos de cuerpos que funcionan, pero de almas agotadas. Y ahí es donde la ciencia toca su límite y la filosofía —o la espiritualidad— ofrece una respuesta complementaria.
Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, escribió que el hombre puede soportar casi cualquier ‘cómo’ si encuentra un ‘por qué’. En los campos de concentración observó que no sobrevivían necesariamente los más fuertes, sino aquellos que tenían un sentido, una razón por la cual seguir viviendo. Esa reflexión, nacida del horror, sigue vigente en una época donde abundan las medicinas, pero escasea el propósito.
Hoy la fragilidad humana no solo se mide por la vulnerabilidad del cuerpo, sino también por la del alma. Podemos sobrevivir a un virus, pero no siempre a la desesperanza. Podemos conectarnos con miles de personas en segundos, pero sentirnos más solos que nunca. Podemos comer mejor, hacer ejercicio y cuidar el corazón, pero aun así enfermar de tristeza o vacío.
Quizá por eso la salud es el mayor lujo y la vida, el bien más escaso. No sabemos cuándo ni cómo se romperá la cuerda. La fragilidad nos recuerda que nada está garantizado: ni el amor, ni el trabajo, ni la juventud, ni siquiera el próximo amanecer. Lo único cierto es este instante, este cuerpo que respira, este día que aún nos pertenece.
Vivimos en una sociedad que nos enseña a ocultar la debilidad, a mostrarnos siempre productivos, fuertes y optimistas, incluso cuando el alma se resquebraja. Pero negar la fragilidad no la elimina; solo la vuelve más peligrosa. Quizás si aprendiéramos a hablar del dolor con la misma naturalidad con la que presumimos los logros, podríamos construir comunidades más empáticas, menos exigentes y más humanas. Porque en el fondo, todos compartimos la misma condición: la de ser infinitamente vulnerables, aunque intentemos disimularlo.
Aceptar nuestra vulnerabilidad no nos hace débiles; nos vuelve más humanos. Nos invita a valorar lo simple: un abrazo, una caminata bajo el sol, una conversación que sana. Más que idolatrar la fuerza, reconocer la fragilidad puede ser un acto de sabiduría. Porque entender que todo puede perderse, lejos de angustiarnos, puede ser el principio de una vida más plena, a vivir con gratitud, con propósito y con amor.