Columnista
Todo bien, mientras nadie mire
En Cali, una parte del dinero se lava, se invierte y hasta se celebra. No es toda la ciudad, claro, pero sí una dinámica visible que ya pocos se atreven a cuestionar.

14 de jul de 2025, 01:09 a. m.
Actualizado el 14 de jul de 2025, 01:09 a. m.
Hay preguntas que casi nunca se dicen en voz alta, aunque muchos las piensen mientras caminan con un helado en la mano. ¿De dónde sale tanto comensal para tanto restaurante nuevo? ¿Cómo se sostienen tiendas de lujo con más vitrinas que compradores? ¿Y por qué ciudades como Cali exhiben, en ciertos sectores, patrones de consumo dignos del primer mundo, cuando sus indicadores sociales -desempleo, informalidad, desigualdad- pintan un país muy distinto?
Celebrar la vitalidad empresarial no implica hacerse el ciego ante sus sombras. En medio del auge comercial, cada vez cuesta más distinguir qué parte del dinamismo económico proviene del trabajo legítimo y cuál de atajos con olor a dinero fácil. No es una acusación, pero convendría que dejáramos de fingir que no vemos lo evidente.
No hace falta escarbar mucho para ver que una parte significativa de la economía nacional opera bajo una lógica en la que lo legal y lo ilegal conviven sin fricciones. Informes de la Uiaf, fallos judiciales y operativos recientes confirman que regiones como el Pacífico se han convertido en nodos estratégicos para el reciclaje de capital ilícito.
Golpes como este suelen pasar de largo, pero en marzo, la Fiscalía -con apoyo de agencias estadounidenses- desmanteló una red que lavó $13.000 millones entre Buenaventura y Cali, usando empresas fachada. ¿Sorpresa? No tanto. En Cali, una parte del dinero se lava, se invierte y hasta se celebra. No es toda la ciudad, claro, pero sí una dinámica visible que ya pocos se atreven a cuestionar. Basta con mirar las urbanizaciones nuevas, que brotan como hongos después de la lluvia y se venden antes de estar terminadas.
Se estima que el lavado de activos representa entre el 2 % y el 3 % del PIB nacional -es decir, entre 19 y 29 billones de pesos al año-. Pero en territorios como el nuestro, donde no existen estimaciones oficiales, dimensionar su impacto resulta casi imposible. A eso se suma una capacidad institucional limitada o, en no pocos casos, deliberadamente reducida para seguir el rastro del dinero.
Colombia lleva décadas funcionando como narcoestado, sin que se caiga el decorado. Lo más refinado ha sido aprender a no ver, tragar entero y vestir lo inaceptable con ropajes de estabilidad. Muchos en el poder no solo han tolerado esta realidad, sino que se han acomodado sin problema. ¿Para qué incomodarse, si la opacidad evita líos y el consumo -aunque venga en billetes tibios- sostiene la ilusión? No es de izquierdas ni derechas, sino de intereses: entre quienes se benefician… y quienes prefieren no mirar.
También hay una cortesía cultural: celebrar al que ‘le va bien’, sin importar cómo. El origen del dinero es irrelevante mientras venga con logo, carro y champaña. Antes lo validaban las revistas; hoy, las redes lo glorifican sin pudor. Lujo sin mérito, éxito, sin relato. Ya no importa la historia, solo que haya mesa… y que parezca reservada.
Y sí, lo decimos por casa. Este epicentro convive desde hace tiempo con violencias que no se fueron: solo aprendieron a vestirse distinto. Los atentados recientes no son excepciones, sino parte de un ciclo persistente donde conflicto armado, crimen organizado y capital ilícito se entrelazan con un modelo urbano marcado por alta tensión social y escasas perspectivas de transformación.
Quienes operan al margen de la ley no necesitan tomarse el poder, ya se instalaron en el imaginario colectivo, donde más importa. Y mientras la ecuación -dinero sucio, estatus limpio- permanezca intacta, cualquier intento de evolución será inocuo. ¿Quién querría desmontar el modelo, si eso incluye desmontar sus propios privilegios? Exacto: nadie con algo que perder.
Consultor internacional, estructurador de proyectos y líder de la firma BAC Consulting. Analista político, profesor universitario.