Columnistas
Recuerdos, no conmemoraciones
Todos los ciudadanos tenemos como misión verificar los excesos de los gobernantes y oponernos a ellos con todos los medios a nuestro alcance.

12 de may de 2025, 01:06 a. m.
Actualizado el 12 de may de 2025, 01:06 a. m.
La vida está repleta de sucesos trágicos y tristes, que se recuerdan, pero no se conmemoran. Entre abril y agosto de 1945, el mundo logró por fin cerrar el ominoso periodo del auge de los fascismos. En varias naciones se está hablando de los 80 años que han transcurrido desde el fin de la segunda guerra mundial hasta ahora.
Ese conflicto sumió al mundo en una terrible oscuridad. No fue una conflagración surgida de la nada; sus raíces se hundieron profundamente en las teorías de supremacía racial que, desde finales del Siglo XIX, envenenaron el pensamiento en Alemania y otras naciones.
La exaltación de una pretendida superioridad aria y el desprecio por otros pueblos condujeron a la maquinaria de exterminio nazi a cometer sus horribles crímenes. Una tragedia cuya magnitud aún nos estremece y cuya lección fundamental radica en la vigilancia perpetua contra toda ideología que niegue la igualdad inherente a la condición humana.
El recuerdo de aquella hecatombe debería servir como faro para iluminar los peligros que acechan a las democracias contemporáneas. Porque la democracia no es solo un sistema de gobierno; es, ante todo, un conjunto de valores: el respeto por el disenso, la primacía de las instituciones sobre los personalismos y la aceptación de que nadie posee la verdad absoluta. Es penoso observar cómo estos principios son erosionados, a veces de manera sutil, otras de forma descarada.
Siempre debe recordarse la frase de Winston Churchill según la cual “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. Y también la frase de Karl Popper: “La democracia consiste en poder destituir sin violencia a quienes ocupan el poder”.
Pero es frágil la democracia y su defensa es labor de todos los días. Todos los ciudadanos tenemos como misión verificar los excesos de los gobernantes y oponernos a ellos con todos los medios a nuestro alcance. Las guerras como la que se terminó hace 80 años, nacieron precisamente en circunstancias no democráticas.
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Posdata: En Colombia, las actuaciones del Presidente invitan a una seria reflexión. Sus constantes descalificaciones a quienes no comparten sus posturas, sus diatribas contra la prensa independiente y sus ataques a la institucionalidad dibujan el perfil de un gobernante que no parece sentirse cómodo con los contrapesos propios de un régimen democrático. Gobernar no es imponer, sino convencer; no es silenciar al oponente, sino debatir con altura. Mandar es una cosa, gobernar es otra.
La historia nos enseña que el desprecio por las formas democráticas y la concentración de poder en una sola figura, que se asume como encarnación de la voluntad popular, son el caldo de cultivo para derivas autoritarias.
Si bien las circunstancias son incomparables con la Alemania de entreguerras, el espíritu de intolerancia y la tentación de gobernar al margen de los cauces institucionales representan una amenaza constante. La conclusión es ineludible: las intervenciones, insultos y descalificaciones del presidente demuestran una alarmante carencia de talante democrático, una característica que debería encender todas las alarmas en una nación que ha luchado por consolidar su Estado de Derecho.
A quienes creemos en las instituciones poco nos interesan las tragedias personales del Presidente. Nos preocupa que no es un demócrata.
Doctor en Jurisprudencia del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Abogado en ejercicio. Colaborador de EL PAÍS desde hace 15 años.