Columnista
Pensamiento grupal
La responsabilidad ciudadana no termina en el voto; comienza antes, cuando decidimos informarnos, contrastar fuentes y escuchar con mente abierta.
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28 de oct de 2025, 02:40 a. m.
Actualizado el 28 de oct de 2025, 02:40 a. m.
Gracias a las redes sociales, todos podemos opinar, y los mensajes se amplifican significativamente. Nos gusta pertenecer, pues sentirse parte de algo más grande siempre es un gran sentimiento. Es una fuerza que nos mueve a participar, a tomar decisiones y posiciones frente a distintos temas. Pero trae consigo el riesgo de perder la individualidad y sustituir la inteligencia personal por una inteligencia grupal. Al final, las decisiones del grupo terminan siendo lideradas por algunos, pero aceptadas por todos.
Este fenómeno fue estudiado por el psicólogo Salomón Asch. En su experimento, un grupo debía identificar cuál de tres líneas era igual a una de referencia. Aunque la respuesta era obvia, cuando la mayoría se equivocaba deliberadamente, muchos participantes terminaban repitiendo el error, solo por no desentonar. Así, una falsedad se volvía verdad colectiva. Con este experimento, Asch demostró que, a pesar de saber que una afirmación no era cierta, muchas personas terminaban adoptándola como verdadera al ver que la mayoría del grupo la aceptaba como tal. El experimento evidencia un sesgo cognitivo que, en contextos de decisión grupal con poca discusión, lleva a asumir como ciertas las posiciones avaladas por la colectividad.
El experimento de Asch cobra relevancia en momentos como el actual, cuando empiezan a moverse las fichas políticas para las elecciones nacionales. Si bien es importante y necesario participar en el proceso electoral, debemos ser conscientes de que gran parte de la información que recibimos puede estar distorsionada, llevándonos a analizar la realidad desde verdades parcializadas. Al fin y al cabo, el objetivo del juego político es convencernos de votar por uno u otro candidato.
En elecciones con un gran número de aspirantes —como las de Congreso o, en nuestro caso actual, la Presidencia—, hay muy poco tiempo para conocer a fondo las propuestas de cada uno y compararlas con seriedad. Por ende, el juego de los candidatos se convierte en una competencia por destacar entre los demás, generar recordación y asegurar votos. Y eso se logra moviendo emociones y reforzando posturas políticas ya existentes entre los votantes, no mediante discusiones técnicas ni análisis profundos sobre cómo puede cada candidato contribuir al desarrollo del país.
Por eso, la responsabilidad ciudadana no termina en el voto; comienza antes, cuando decidimos informarnos, contrastar fuentes y escuchar con mente abierta. Solo así la democracia se fortalece.
Las verdades a medias que se transforman en certezas colectivas —como en el experimento de Asch—, magnificadas por la inmediatez de las redes sociales, pueden desviarnos de comprender lo que realmente necesita nuestro país y cómo podemos sacarlo adelante. Estos son conceptos fundamentales para elegir al candidato que esté verdaderamente en condiciones de ejecutar las tareas necesarias para atender las necesidades de nuestra sociedad y promover el desarrollo económico.
Por eso, es importante tomarse el tiempo de estudiar bien a los candidatos que más nos atraen, para entender sus principios, su capacidad de ejecución y su posición frente a los temas que consideramos más relevantes. Al fin y al cabo, de esta votación depende el camino que recorrerá el país durante los próximos cuatro años. Votar no debería ser un acto de imitación, sino de conciencia. Pensar distinto no nos separa del grupo; nos convierte en los ciudadanos críticos que el país necesita.
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