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Recuerdo de mi amigo Elmo Valencia, ‘El Monje Loco’

Elmo fue un poeta melancólico dentro de la risa, inventor de almas, cronista urbano, bohemio y tierno.

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Antonio Joaquín García.
Antonio Joaquín García. | Foto: El País.

27 de oct de 2025, 01:17 a. m.

Actualizado el 27 de oct de 2025, 01:17 a. m.

El 12 de septiembre se cumplieron nueve años de la partida de Elmo Valencia, poeta nadaísta y amigo entrañable. Lo conocí gracias a Armando Holguín y Armando Barona, cuando buscaba ayuda por sus problemas prostáticos. Desde la primera entrevista hicimos empatía, y tras una cirugía exitosa, su humor no tardó en florecer:

“Me cuido de orinar paredes porque hay peligro de que las tumbe”, decía riendo.

Desde entonces compartimos tertulias, bohemia, poesía y amistad. Compré su obra —a veces solo para apoyarlo— y cada diciembre era el invitado de honor en las fiestas de la Clínica Salus, donde hacía reír con su ironía y su talento. En los recitales siempre decía: “Hoy me acompaña mi médico y amigo Antonio Joaquín”.

Elmo fue un poeta melancólico dentro de la risa, inventor de almas, cronista urbano, bohemio y tierno. Vivió sin vanidad, disfrutando de la vida y del arte, con la chispa que solo él tenía.

Alcanzó su sueño: ser recordado como poeta y morir como poeta.

Como solía decir:

“Soy el único monje que no se confiesa.”

Un viernes, a las cinco de la tarde, me llamó Elmo Valencia.

—¡Eh, compa! —me dijo—. ¿Nos tomamos unos guaros?

Le respondí:

—Venga al consultorio y de ahí salimos.

En ese entonces andaba en un Volkswagen que era de mi esposa, el único carro que teníamos. Elmo llegó al consultorio y salimos rumbo a un sitio que se llamaba Tierra Mestiza. Pedimos aguardiente venteado y comenzamos a beber, a hablar y a reírnos, como solíamos hacerlo.

Al rato se fue reuniendo una cantidad de gente que conocía al poeta, y aquello se volvió una tertulia alegre, llena de voces, copas y carcajadas. Salimos de allí en una rasca monumental, abrazados, cantando, felices.

Tomamos un taxi, y en medio del desorden Elmo me dice:

—¿Y el carro? ¿Dónde lo dejaste, el verraco carro?

Yo le respondí, con esa ligereza del aguardiente:

—¿Qué carro ni qué nada? Vámonos a pie, vámonos abrazados, cantando por la rubia, vámonos a la casa.

A la mañana siguiente sentí que me despertaban. Era mi esposa, preocupada, casi al borde del llanto.

—¿El carro? ¿Dónde dejaste el carro? —me preguntó.

Yo no me acordaba de nada. Se me había borrado la película.

—¡Nos lo robaron! —alcancé a decir.

Salimos corriendo, sin bañarnos, directo a la inspección de policía a poner el denuncio por pérdida del carro. Todo ese fin de semana mi mujer no paró de darme cantaleta, y yo pasé con un guayabo que duró casi treinta y seis horas.

El lunes, como cosa rara, estaba en el consultorio cuando sonó el teléfono. Era el poeta.

—¡Eh mi hermano, la pasamos del carajo! ¡Qué rasca tan berraca! —me dijo riendo.

Le respondí:

—Oiga, ¿y qué pasó con mi carro?

Y él, entre carcajadas, me soltó:

—Usted, en esa rasca, dijo: “¿Qué carro ni qué vaina? Vámonos, vámonos a pie, vámonos abrazados, cantando”. El carro debe estar por ahí donde lo dejamos.

Colgué, terminé la consulta y salí volado. Llamé a mi esposa y fuimos a buscarlo. Y sí: el carro estaba ahí, en el mismo sitio, intacto, después de tres días. El vigilante me dijo:

—Doctor, yo sabía que usted volvería por el carro.

Le dimos una buena propina, nos abrazamos y llamé al poeta:

—¡Poeta, queda prohibido volver a enlagunarnos así!

Y él, entre risas, me respondió:

—Pero dígame si no fue una beba fenomenal.

Tenía razón. Perdimos la conciencia, pero no la razón. Porque, como decía Elmo, el nadaísmo es una forma de volver a la vida.

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