Columnistas
Libertad para la esclavitud
A quienes banalizan el consumo de drogas adictivas habría que mandarlos a examinar habitantes de la calle del mundo y preguntarle a quienes se ocupan de ayudarlos, por qué no los han podido sacar de su lamentable situación
En la discusión sobre la legalización de las drogas se exponen tres retorcidos argumentos que logran hacer un gran daño social.
El primero, es que la guerra se ha perdido: la lucha contra las drogas no sirve porque los narcos son muy poderosos y siguen produciendo, exportado y generando criminalidad.
Como tantos males sociales, no se combaten porque se pretenda acabarlos. Lo que se busca es reducirlos a sus mínimas proporciones. Curioso que no se use el mismo argumento contra la corrupción: la guerra se ha perdido, porque está muy diseminada y tenemos que dejar de combatirla permitiendo que los corruptos prosperen a su amaño.
El segundo sugiere que, legalizada la droga, se acaba el crimen. Hay que preguntarse por qué Colombia ha resultado ser territorio tan próspero para el narcotráfico. Marihuana y coca, seguida de amapola y todos los menjurjes que sintetizan o mezclan los modernos alquimistas del maleficio. La respuesta es que este ha sido campo en el que florece la criminalidad por la combinación de una autoridad débil con una sociedad que tolera un extenso menú delincuencial, lo que siempre y en todas partes resulta en el predominio del hampa y sus creativos grupos.
Con la legalización, ese ambiente no solo no va a cambiar, sino que va a empeorar, porque el incentivo económico está en la exportación, y quien conozca el espinoso asunto sabe que la legalización no va a ser universal, por lo que el tráfico seguirá siendo delito en la mayoría de los países. La candidez del funcionario que asume ingresos para el Estado, vía impuestos, generaría sonrisas si no fuese tan trágica. Ni siquiera Holanda ha logrado que no se cree un mercado negro paralelo, no solo para evadir los costos de la legalidad sino para incluir las más ‘pesadas’ que no están incluidas en lo permitido y que se diseminan en la medida en que el consumo se facilita.
El tercero es una paradoja abrumadora. Los camaradas, tan propensos a restringir la libertad en casi todos los campos de la actividad humana, resuelven que meterle tóxicos al cuerpo, es un asunto de libertad. Quien exhibe la desfachatez de ignorar el concepto de adicción, suele aprender con crueldad, cuando tiene un familiar o conocido destruido por la droga. Quienes las diseñan y comercializan logran convertir al consumidor en un esclavo que hará lo que sea para seguir comprando y consumiendo.
A quienes banalizan el consumo de drogas adictivas, habría que presentarle las familias de las 500.000 víctimas del muy legal oxycontin en USA. Habría que mandarlos a examinar habitantes de la calle del mundo y preguntarle a quienes se ocupan de ayudarlos, por qué no los han podido sacar de su lamentable situación. Habría que educarlos en Salud Pública para que revisen la larga lista de drogas legales, sometidas a control estricto, precisamente por ser adictivas.
La comparación con el alcohol no tiene sentido. Sin desconocer los tremendos daños del alcoholismo, la tasa de adicción es mucho menor y el daño es menos severo. Además resulta tremendamente inmoral justificar un cáncer social porque ya existe otro que sí ha sido aceptado.
No se debe defender la libertad para convertirse en esclavo de un tóxico.