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El Papa quería saludar

Aunque temí quedar paralizado por la emoción, logré expresarle que seguíamos trabajando por la paz, pero necesitábamos su inspiración y acompañamiento.

Antonio de Roux
Antonio de Roux. | Foto: El País

Antonio de Roux

5 de may de 2025, 01:30 a. m.

Actualizado el 5 de may de 2025, 01:30 a. m.

En septiembre del 2018 fui invitado a participar en la conferencia organizada por la Santa Sede sobre xenofobia, racismo y nacionalismo populista en el contexto de las migraciones. El evento, realizado en Roma, reunió una treintena de analistas provenientes de distintas partes del mundo para abordar un asunto considerado prioritario por Jorge Bergoglio, quien había inaugurado su pontificado visitando Lampedusa, aquella minúscula isla del sur de Sicilia que por entonces hervía de migrantes y desplazados.

A la víspera de concluir el encuentro los delegados fuimos informados de que el acto final contaría con la participación del papa Francisco y se celebraría en la imponente Sala Clementina del Palacio Apostólico, un recinto acondicionado por Clemente VIII al promediar el Siglo XVI, el cual se encuentra enmarcado por frescos renacentistas de famosos maestros holandeses e italianos.

El Pontífice llegó puntual. No tenía bastón, pero cojeaba, como si cada paso le produjera un dolor intenso, y fue recibido por el grupo con un aplauso prolongado. Las palabras iniciales estuvieron a cargo del cardenal Peter Turkson, afrodescendiente prefecto del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, organismo a cargo del evento. Luego correspondió el turno a Francisco, quien con su acostumbrada jovialidad agradeció los aportes de los presentes durante las deliberaciones y comunicó que no leería el discurso preparado, el cual hizo distribuir de inmediato, agregando que prefería dar un saludo personal a cada uno de los presentes.

El anuncio fue recibido por el auditorio con un nuevo aplauso. Se nos daba la oportunidad de estrechar la mano y conversar directamente con un Papa que nunca aceptó reverencias ni besamanos. Aunque temí quedar paralizado por la emoción, logré expresarle que seguíamos trabajando por la paz, pero necesitábamos su inspiración y acompañamiento. El tema no le era desconocido, ya que el año anterior había visitado a Colombia proclamando su solidaridad incondicional con las víctimas. “Sigan, sigan; no están solos, estamos con ustedes”, fue la respuesta que me dio.

El texto que recibimos reiteraba el compromiso de Francisco con ese valor inalienable, superior al designio de cualquier Estado y las imposiciones de cualquier religión que es la dignidad humana. Las transcribo porque años después mantienen actualidad ante las sombrías dinámicas políticas, tanto de Colombia, como de nuestro continente:

 “Vivimos tiempos en los que parecen reavivarse y difundirse sentimientos que muchos consideraban superados. Sentimientos de sospecha, de miedo, de desprecio y hasta de odio frente a individuos o grupos considerados diferentes a causa de su origen étnico, nacional o religioso y, como tales, no considerados lo suficientemente dignos de participar plenamente en la sociedad. Estos sentimientos, con demasiada frecuencia, inspiran propios y verdaderos actos de intolerancia, discriminación o exclusión, que dañan gravemente la dignidad de las personas involucradas y sus derechos fundamentales, incluido el mismo derecho a la vida y a la integridad física y moral. Desafortunadamente, también sucede que en el mundo de la política se ceda a la tentación de explotar los temores o las dificultades objetivas de algunos grupos y de usar promesas ilusorias para intereses electorales miopes”.

Antonio de Roux

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