Columnistas
El pacto fiscal
Construir un nuevo pacto fiscal exige replantear la relación entre el poder central y los territorios.

Álvaro Benedetti
5 de may de 2025, 01:28 a. m.
Actualizado el 5 de may de 2025, 01:28 a. m.
Hablar de impuestos es como repasar un balance inerte, de cifras desprovistas de alma, tecnicismos repetidos y diagnósticos conocidos. Se debate cuánto se recauda y cómo se gasta, pero rara vez se aborda que en nuestra sociedad no existe un pacto fiscal auténtico. Lo vigente es una obligación formal -concentrada, en buena medida, en esa franja que percibe ingresos medios o altos y se aventura en el emprendimiento-, una carga sostenida más por temor a la sanción que por sentido de corresponsabilidad.
Un pacto fiscal no se decreta ni se impone desde una hoja de cálculo. Es, ante todo, una construcción política y ética. Se basa en el entendimiento de que el ciudadano financia al Estado y, a cambio, este responde con eficacia, legitimidad y rendición de cuentas. En Colombia, esta lógica no ha logrado consolidarse, se evade porque se desconfía, y se desconfía porque no se rinde cuentas y así se perpetúa un ciclo de desafección ciudadana.
Charles Tilly, teórico del Estado moderno, sostenía que los Estados no surgieron del consenso, sino de la necesidad. En la Europa del siglo XVII, los monarcas requerían recursos para financiar guerras. Para obtenerlos, debían negociar con sus súbditos. Así nació un principio fundamental: quien contribuye, reclama; quien paga, exige. De ese intercambio entre pólvora e impuestos emergieron instituciones capaces de gobernar y responder.
Sin caer en fatalismos —y reconociendo que algunas ejecutorias públicas en los principales centros urbanos han logrado impactar a propios y extraños—, es legítimo afirmar que nuestro país carece de una experiencia fundacional equivalente. Aquí, el impuesto suele percibirse como una extracción sin retorno, y el Estado, como una maquinaria lejana, informal, paquidérmica -en al menos dos terceras partes del territorio-, que cobra sin justificar y administra sin demostrar.
Construir un nuevo pacto fiscal exige replantear la relación entre el poder central y los territorios. En esa dirección, la reforma al Sistema General de Participaciones (SGP), aprobada a finales del año pasado, representa quizá la transformación fiscal más relevante de las últimas dos décadas. No obstante, su trascendencia ha quedado opacada por las trivialidades del debate político cotidiano, pese a que no impone nuevas cargas tributarias, sino que propone una redistribución más equitativa del poder y los recursos.
Al establecer un incremento progresivo en las transferencias a los entes territoriales -del 27 % al 39,5 % de los ingresos corrientes de la Nación en los próximos doce años-, la reforma abre el camino hacia una descentralización real. Pero no se trata solo de transferir más recursos, sino de restituir a los gobiernos locales la capacidad de decidir, ejecutar y rendir cuentas con autonomía y legitimidad.
La ausencia de una ley de competencias -asignatura pendiente para un futuro gobierno y congreso que, ojalá, estén a la altura del momento- será un desafío estructural para la implementación plena de la reforma. También lo será entender que transferir recursos, sin fortalecer simultáneamente las capacidades locales, es una fórmula incompleta. Más allá del diseño normativo, el verdadero reto es lograr que la ciudadanía tenga la certeza -manifestación concreta de calidad de vida- de que lo que paga en impuestos se traduce efectivamente en bienestar, y no en los costos de una cultura corrupta o en el sostenimiento de burocracias ineficientes. No se trata solo de tributar, sino de definir el modelo de garantías colectivas que queremos consolidar como país.
Álvaro Benedetti
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