Columnistas
Contrato Social
Ahora, los consumidores prefieren marcas que representen valores con los que se identifican.
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19 de ago de 2025, 12:35 a. m.
Actualizado el 19 de ago de 2025, 12:35 a. m.
Durante décadas, la narrativa empresarial estuvo centrada en una premisa aparentemente incuestionable: maximizar utilidades para los accionistas.
Esa lógica, popularizada en la segunda mitad del Siglo XX, moldeó la forma en que se organizaban las compañías, se definían sus prioridades y se medía su éxito.
Sin embargo, el Siglo XXI ha traído consigo un cambio profundo: hoy las empresas no solo son evaluadas por lo que producen o por los dividendos que generan, sino por su impacto en la sociedad y el planeta. Estamos ante el nacimiento de un nuevo contrato social empresarial.
Este contrato no ha sido escrito en papel, pero se percibe con claridad en la opinión pública y en la presión de los distintos grupos de interés. Los consumidores prefieren marcas que representen valores con los que se identifican.
Los trabajadores, especialmente las nuevas generaciones, buscan empleadores que les ofrezcan propósito, coherencia y espacios de inclusión.
Los inversionistas miran cada vez más indicadores de sostenibilidad y gobierno corporativo antes de decidir dónde colocar su capital.
Los reguladores, por su parte, avanzan hacia normas que obligan a reportar con transparencia riesgos ambientales, sociales y de gobernanza.
El resultado es que la rentabilidad ya no se entiende como un fin aislado, sino como una consecuencia de hacer bien las cosas en un ecosistema más amplio. El éxito empresarial se mide también en términos de confianza, reputación, impacto positivo y resiliencia.
La pandemia, el cambio climático y la acelerada transformación tecnológica han dejado claro que las compañías que no entiendan este nuevo contexto corren el riesgo de perder legitimidad y, con ello, su licencia social para operar.
Ahora bien, no se trata de romantizar la responsabilidad empresarial ni de esperar que lascompañías sustituyan al Estado en su rol social. Se trata de reconocer que la legitimidad de las organizaciones está en juego, y que quienes lideran deben repensar la forma de crear valor.
Un banco que impulsa bonos verdes, una empresa agrícola que incorpora prácticas regenerativas o una tecnológica que protege los datos de sus usuarios, no lo hacen solo por filantropía: lo hacen porque entienden que ahí está el futuro de su negocio y de su relación con la sociedad.
Este cambio exige también un liderazgo distinto. Ya no basta con administrar recursos o diseñar estrategias de corto plazo. Los líderes de hoy deben ser capaces de articular visiones de largo plazo, conectar a sus equipos con un propósito y dialogar de manera honesta con la sociedad.
La coherencia se vuelve un valor central: las empresas que proclaman inclusión, pero no la practican en sus juntas directivas, o que promueven sostenibilidad mientras siguen apostando a modelos extractivos, difícilmente sobrevivirán al escrutinio social.
El nuevo contrato social no tiene un manual único ni un camino lineal. Se construye con cada decisión, con cada producto, con cada interacción con clientes, empleados y comunidades. En ese sentido, representa tanto un desafío como una oportunidad. Quienes se resistan, se quedarán atrás; quienes lo abracen, podrán ser protagonistas de una transformación histórica.
Al final, este contrato no se firma con tinta, sino con confianza. Y la confianza, ese activo intangible que tarda años en construirse y segundos en perderse, será el verdadero indicador de éxito empresarial en el Siglo XXI.
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