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Guillermo Puyana Ramos | Foto: El País

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Aída, mal testigo

En cambio, de su lado las cosas salieron mal: ella misma condenada en 2019 por la Corte Suprema en la compra de votos y luego vuelta a condenar en 2022 por la Sala de Juzgamiento

19 de agosto de 2024 Por: Guillermo Puyana Ramos

Cuando Aída Merlano regresó a Colombia, despertó expectativas sobre su valor como testigo en casos muy sonados de corrupción electoral en Barranquilla. Luego de fugarse espectacularmente fingiendo una cita odontológica, apareció en Venezuela protegida por el régimen de Nicolás Maduro y soltando a cuentagotas las evidencias materiales que supuestamente respaldaban su testimonio. Lo hacía estratégicamente sincronizado con el avance de alguna campaña electoral, siempre precedida o sucedida de mucho ruido mediático, desatado especialmente desde las cuentas en redes sociales de su abogado, Miguel Ángel del Río, anunciando caos y tormentas a sus enemigos políticos, los del abogado, porque era un defensor que andaba en campaña por sí mismo.

Nos dijeron que el testimonio de Aída Merlano iba a llevar a la cárcel y a la condena a cuantos estuvieran dentro de su línea de fuego, los políticos, los empresarios, su amante, los abogados de las contrapartes. Del Río vendía las cosas casi como inminentes, nadie tenía salida, solo aceptar cargos y penas.

Las noticias recientes dicen que la cosa resultó diferente, como la absolución disciplinaria de un abogado que lo señalaron de ir a comprar el silencio de Merlano en la cárcel, y la más reciente absolución penal de Julio Gerlein.

En cambio, de su lado las cosas salieron mal: ella misma condenada en 2019 por la Corte Suprema en la compra de votos y luego vuelta a condenar en 2022 por la Sala de Juzgamiento de la Corte Suprema por violación de topes. Su hija fue condenada en primera instancia por un juez de Bogotá a siete años de prisión por su participación en la fuga de su madre. El abogado (el mismo de la mamá) apeló y el Tribunal Superior de Bogotá le confirmó la condena, pero le dobló la pena.

Ni en Bogotá, ni en Barranquilla, ni ante los jueces, ni los tribunales, ni la Corte Suprema ni la Comisión de Disciplina, los testimonios de Aída Merlano han consolidado uno solo de los casos en los que se puso de testigo, ni la ha sacado de sus propios problemas, o a su hija.

En las absoluciones el elemento común que se informa es que Aída Merlano dio versiones muy diferentes de los hechos. El sistema judicial sigue siendo uno en el que un juez independiente decide si le pusieron en sus manos los hechos y las evidencias para llegar al grado de convicción que se exige para condenar, afirmar sin tener duda razonable, que algo pasó y el acusado es el autor. Es un estándar superior a la capacidad de inferir, que es suficiente para imputar, o que algo fue probablemente cierto, que es el rasero para acusar.

Bajo esas reglas del juego, cuando a un juez le hacen caer en cuenta que un testigo ha dado versiones diferentes e incompatibles desde el punto de vista de la lógica, no puede escoger la más cercana a su preferencia, tiene qué absolver. Su verdadera prueba de imparcialidad está en mantenerse al margen de decidir con base en sus propias opciones y no de la ciencia que está inscrita en el proceso penal, de construcción a partir de la prueba, de una convicción que evoluciona a costa de la duda.

No es gratuito lo sucedido: la pérdida de credibilidad de Merlano por ajustar su narración a los intereses electorales de quienes solo la veían como un comodín en un juego político, le costó en todos los escenarios, desde jueces de Circuito en Barranquilla, hasta altas cortes en Bogotá. Su historia no ha condenado a nadie salvo a sí misma y a su hija.

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