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Acto fallido, nación en vilo
No se trata solo de este gobierno, sino de un problema estructural que atraviesa administraciones, sectores y niveles de gestión...
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El escenario estaba dispuesto. Los actores, sin ensayar, tomados por sorpresa. Lo que presenciamos en el consejo de ministros del pasado 4 de febrero no fue una obra maestra del liderazgo, ni un drama político con giros estratégicos. Fue, más bien, una improvisación desafinada, una puesta en escena sin libreto o, peor aún, con uno que cambiaba a cada intervención del protagonista.
En el teatro del poder, la dirección lo es todo. Sin ella, los diálogos se vuelven ruido, los personajes pierden sentido y la audiencia—nosotros, los ciudadanos—salimos con más incertidumbres que respuestas. ¿Cómo esperar un desenlace distinto cuando la conducción es errática, las actuaciones carecen de rigor y la escenografía se desmorona a cada paso?
El director, tribuno de la incertidumbre, sigue anclado en el retrovisor, atrapado en su rol de controlador político. Sus discursos incendian certezas y avivan ilusiones fugaces. Promete sin propósito, convoca sin construir. No es estadista, improvisa en escena, mientras la gobernabilidad se desvanece entre monólogos grandilocuentes y decisiones erráticas.
Si el líder es errático, su elenco no se queda atrás. En 30 meses, 46 ministros han pasado por el escenario, una rotación que expone la precariedad de la gestión. Históricamente, la estabilidad promedio de los gabinetes ministeriales desde el año 2000 ha sido del 39 %; en este gobierno, cayó al 36,6 %.
Más allá de las cifras, hoy se comprende mejor que muchos nombramientos respondieron a una ceguera habitual en las insaciables burocracias de poder, antes que a la capacidad técnica. El clientelismo actúa como director de casting, y el resultado es predecible: decisiones débiles, estrategias inconsistentes y una gestión sin rumbo.
Conforme avanza la historia—como en cualquier tragedia mal escrita—la decadencia se vuelve evidente y la brecha entre lo que se dice y lo que se hace se agranda. No se trata solo de este gobierno, sino de un problema estructural que atraviesa administraciones, sectores y niveles de gestión.
La política colombiana—como muchas gestiones empresariales—prioriza el espectáculo de los anuncios sobre la sustancia de los resultados. Se celebran proyectos adjudicados, no su impacto real. Se inauguran obras sin medir beneficios y, cuando los resultados no llegan, el guion es el mismo: falta de recursos, imprevistos y un sinfín de excusas.
Sin embargo, en otros países con desafíos similares, la gestión efectiva es una realidad. ¿La diferencia? Liderazgo con visión y medición rigurosa. En política, más que en cualquier otra esfera, el éxito no se mide por promesas, sino por su traducción en resultados tangibles y sostenibles.
Al llamado insistente a la paz y la reconciliación entre sectores, sumemos la necesidad de recuperar la confianza en las instituciones con liderazgos que comprendan que medir con tecnología no es una amenaza, sino una ventaja estratégica. La inteligencia artificial y el big data permiten corregir el rumbo antes de que el fracaso sea irreversible.
Además de evitar el anclaje en dogmas caducos, la planificación adaptativa es clave—una herramienta que, me temo, el gobierno de Petro desconoce—y que resulta esencial ante los vaivenes de un mundo irritado por los populismos. Se trata de combinar visión de largo plazo con flexibilidad en un entorno de constantes adversidades, basándose en evaluación continua y ajustes estratégicos para tomar decisiones informadas y efectivas.
El guion aún puede reescribirse. Quedan 18 meses para el final de este sainete. ¿Habrá actores capaces de cambiar el desenlace?
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