judicial
El relato de las primeras horas de viaje de un periodista que visitó Ucrania en medio de la invasión rusa
Fragmento del segundo capítulo del libro de John Mario González, quien viajó desde Colombia hasta la zona de guerra. El próximo lunes 24 de febrero se cumplen tres años de la invasión rusa.

Con gran pesar me despedí de mi madre en el pueblo, en la tarde de aquel martes 27 de diciembre de 2022, con el fin de regresar a Bogotá y terminar los preparativos del viaje. Le di un beso y un abrazo, a una cuadra de la casa de un tío, a quien ella visitaba todos los días porque estaba muy enfermo y temía su deceso. Era su forma extraordinaria de querer y preocuparse por los suyos.
Así, el 31 de diciembre emprendí la travesía. No fue una fecha escogida al azar o porque deseara celebrar el Año Nuevo en un avión, sino debido a lo económico del tiquete para dicha temporada. Arribé a Madrid la madrugada del 1.° de enero sin novedad alguna. Había preparado sándwiches como para dos días al imaginar los precios prohibitivos de los aeropuertos en Europa, aunque fuera a sentir fatiga de comer lo mismo.
Hacía veintiún años que no pasaba por el aeropuerto de Barajas, desde cuando a comienzos del 2000 había iniciado un doctorado en la Universidad de Salamanca. Me asusté, sin embargo, al advertir que una hamburguesa con gaseosa costaba cerca de 17 euros o un adaptador de carga europeo, no otra cosa que una clavija plástica, 12 euros. A ese ritmo alcanzaría a sobrevivir una semana y mi viaje fracasaría, pensé. La abstención debía imponerse entonces como la regla.
Sin rastros de festividad alguna, y con un intervalo mal calculado, debí esperar doce horas antes de abordar el próximo vuelo a Varsovia. En realidad no tenía certeza de cuánto podía durar la travesía; podrían ser solo quince días, lo que disimularía un fracaso, pero también dos o más meses, razón por la que me aventuré a un viaje sin tiquete de regreso. Si bien había establecido contacto con varios de los más reconocidos diarios en español, solo me acompañaba una carta de enviado de El Nacional de Caracas y otra de la sección consular de la Embajada de Ucrania en Perú. Me habían dicho que con eso no tendría inconvenientes formales en el tránsito y el ingreso a Ucrania.

Como estaba establecido, ese 1.° de enero de 2023, casi a la media noche, aterricé en Polonia. El único percance, además del hosco trato de las azafatas, fue que tuve que pagar 56 euros por el equipaje; lo llevaba en la mano e intenté pasarlo como tal, pero los varios libros que portaba hacían que excediera los 10 o 12 kilos de rigor.
Después de tomar un bus en el Aeropuerto Chopin de Varsovia, hacia la 1 de la madrugada del 2 de enero, llegué a la estación de buses de la capital. Entendía que para viajar en tren a Kyiv tenía que adquirir el tiquete con algunos días o una semana de anticipación. También supuse, equivocadamente, que viajar en bus era más económico.
Las primeras horas en la terminal resultaron confusas e inquietantes. Estaba cerrada, hacía un penetrante frío, propio del invierno, y, con el paso de los minutos, solo encontré unos cinco ucranianos que buscaban ir en dirección de algún destino de su país. Eso lograba adivinar, poco a poco, pues solo una mujer de los cinco hablaba algo de inglés.
El único local abierto, al costado de la estación, era un restaurante sombrío, quizá tailandés o vietnamita, atendido por un joven áspero que tampoco hablaba inglés. Tal parece que ni polaco. Se le veía atender con gestos, y se comunicaba con el cocinero en su idioma nativo. Su habilidad consistía en mostrar, con una vara, el menú de platos en una pizarra y anotar en una calculadora el monto a pagar, que mostraba a los clientes con desdeñosa complacencia. Los comensales eran en su mayoría hombres, que permanecían sentados con cara de ensimismados. Una sola pregunta que no se molestaron en responder me bastó para desistir de cualquiera otra, siquiera amistosa.
Tenía el celular sin carga, aunque daba igual, pues no disponía de señal de internet y el restaurante no parecía apto para filosofías de código abierto. Hacia el final de la madrugada comenzó a llegar la balumba de pasajeros. Tuve la suerte de congeniar con un ucraniano, a quien intentaba adivinarle las primeras claves del terreno en el que me iría a adentrar, en un esfuerzo al que se sumó lo que creo era un eorgiano o un kazajo. Pero allí, ni las señas sirvieron para medio entendernos.

Hacia las cinco de la mañana abrieron la terminal. Pude ir al baño, compré el pasaje con dirección a Kyiv y una gaseosa para acompañar el último sándwich que llevaba. Mientras tanto, me senté en una silla de la sala de espera a dormir un rato. Fueron doce o trece largas horas allí y en los alrededores, pero, al menos, la intranquilidad se había disipado un poco.
El bus que debía llevarme lucía destartalado. No parecía haber en realidad opción alguna. El parque automotor, cuando menos con destino a Ucrania, traslucía los años y la corrosión. Después de dieciocho horas de viaje, llegué finalmente a Kyiv, la madrugada del 3 de enero. Fueron dos extenuantes días y medio, en cuyo tramo final no entendía ni una palabra de los pasajeros, por demás, con semblantes retraídos; tampoco iban extranjeros. Como era invierno, y la noche caía pasadas las 4 de la tarde, una vez crucé la frontera apenas intentaba adivinar la silueta de pueblos y ciudades. La oscuridad era total. El país estaba sujeto a los cortes de energía como resultado de la ola de misiles y drones rusos contra la infraestructura eléctrica. Lo que sí podía percibir con facilidad es que se trata de un país de estepas, llano en su mayor parte, y que aun en el oeste, con la carretera a media luz, la guerra había reducido el transporte terrestre nocturno a mínimos.
Por fortuna, el amigo de Singapur, Zhou, quien todavía estaba en Ucrania, me recomendó con el dueño o administrador del hostal donde se alojaba. Era realmente muy económico y estaba bien localizado, muy cerca de la histórica calle Jaroslaviv Val y de la Catedral de Santa Sofía, a solo pocas calles del centro de la ciudad. Aunque el inconveniente era que constaba de un solo baño y una ducha para treinta personas, distribuidas en cuatro cuartos.
Desde las primeras horas, el trajinar fue ajetreado. Los detalles más anodinos de la cotidianidad en la ciudad se convertían en un reto, a lo que se sumaba un sinnúmero de lecturas pendientes, la búsqueda de expertos ucranianos y el diálogo con alguna fuente del Gobierno. Hasta los continuos cortes de energía y el habituarse a las pocas horas de luz del día podían resultar agotadores; lo mismo que comprar en el supermercado, donde un forastero encuentra que la unidad de masa de referencia no es la libra o el kilo, sino 100 gramos. Algo podía parecer económico, pero, al momento de pagar, el valor resultaba una sorpresa. Era igualmente extenuante el tener que cocinar en ocasiones, pero, sobre todo, las constantes alarmas de ataque aéreo y uno que otro bombardeo.
Lo que sí se convertía en estimulante eran los amenos y fructíferos diálogos que sostenía con el experimentado Embajador, Ruslán Spirin, Representante Especial para América Latina. Su amabilidad y dominio del español me hacían sentir algo de familiaridad o tranquilidad en aquellas tierras lejanas.

Pude constatar, de primera mano, cómo la ideologización de la política exterior latinoamericana, iniciada con Hugo Chávez en Venezuela, como bien lo ha sostenido el expresidente chileno Ricardo Lagos, hizo un daño profundo a la política exterior de los países latinoamericanos. La hipócrita postura de la mayoría de los países de la región respecto de la agresión y el totalitarismo ruso fue una gran decepción para el gobierno ucraniano.
La brega, sin embargo, proseguía. Debía buscar nuevos contactos en medios internacionales a los cuales pudiera venderles los análisis o reportajes de la guerra y así recuperar parte o la inversión que había hecho para emprender el viaje. Muy pronto descubrí que era apenas una ilusión y que lo que me había contado José Vales era una constante.
Una cosa era escuchar sobre los apuros financieros de la prensa escrita, de la que oía desde cuando la crisis económica en Estados Unidos, en 2007, obligó al cierre de centenares de periódicos, acelerada por la emergencia de las redes y la masificación de internet; pero otra era constatar que no quieren o no pueden pagar un peso. Claro, encontraba una excepción en El Nacional de Caracas. No porque me pagaran, sino porque enviaba encantado mis contribuciones debido a que les sobra valentía y arrojo para hacer periodismo en medio de la persecución implacable a la que han estado sometidos desde los tiempos de Hugo Chávez y luego por el régimen de Nicolás Maduro.
En todo caso, para quien se ha embarcado en la aventura de escribir es muy importante ser publicado, así que no había otra opción que compartir las crónicas o análisis sin esperar retribución alguna. Bueno, la publicación misma de un artículo en varios diarios reconocidos era una especie de gratificación, al menos moral.

Claro que las vibrantes jornadas se combinaban con la imposibilidad de descansar en el hostal. Tal era la falta de privacidad o de sosiego que había que dormir con la billetera y los documentos en el bolsillo de la pantaloneta, lo mismo que para ir al baño o a la ducha. La lógica misma del riesgo de tener que salir de urgencia, en cualquier momento, así lo indicaba. Era incluso algo que, al final, no generaba gran inconveniente, pues por los costos del hostal se daba por descontado. Pero los malolientes pies de un joven huésped, los ronquidos de otro o las rutinas de un taxista que allí se alojaba me hicieron salir en volandas.
Tuve la suerte de encontrar uno nuevo, a solo dos cuadras de la emblemática Plaza de la Independencia. El epicentro de la Revolución del Granito de octubre de 1990, de la Revolución Naranja de noviembre de 2004 y de las movilizaciones proeuropeas del Euromaidán desde noviembre de 2013. En principio, lo opuesto al anterior, aunque llegué a sentir algo de temor por la falta de huéspedes. Por un momento, olvidé que la guerra desterró a los turistas, aunque también podía obedecer a estar en frente de una estación de Policía y casi colindante con las militarizadas manzanas del Servicio de Seguridad de Ucrania.
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