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CUARENTENA

El lugar más peligroso para las latinoamericanas es su propia casa

En 2020, con la emergencia sanitaria global, muchas mujeres de América Latina quedaron encerradas con sus agresores. Así, la violencia de género se convirtió en otra pandemia.

5 de julio de 2021 Por: Darcy Borrero Batista / Especial para El País
Violencia. Durante la cuarentena decretada en Colombia por el Gobierno Nacional desde el 25 de marzo del 2020, y hasta el 1 de junio del mismo año, fueron contados en el país al menos 42 feminicidios. | Foto: Ilustración / Laboratorio de Periodismo Situado

Karla Pucci tenía 48 años y vivía en Paranoá, Distrito Federal de Brasil. Muy lejos de allí, en Holguín, Cuba, pasaba sus días Virgen Leyva Espinoza, de sólo 23. En esa isla del Caribe también había nacido Yunieski Carey, 39 años, aunque hacía varios años que era una diva en Miami. Al igual que Victoria Salazar, que tenía 36, era de Sonsonate, aunque había emigrado a México buscando lo que buscan todas: una vida mejor. Eso procuraba también Kimberly Ugalde Palma en Viña del Mar, la playa más famosa de Chile, al extremo sur del continente americano. Todas ellas vivieron en países distantes y jamás se conocieron, pero las iguala una fatalidad común: fueron asesinadas por hombres en los meses que lleva este año.

El confinamiento obligatorio que decretaron casi todos los países para detener el contagio del coronavirus, tuvo un efecto benéfico inesperado: la disminución del delito callejero. La tendencia general marcó una reducción de robos, homicidios y agresiones en los espacios públicos. Sin embargo, en casi todos los países las cifras de feminicidios y la violencia machista aumentaron o, cuanto menos, se mantuvieron estables. Aún no hay cifras globales para Latinoamérica en 2020, pero los números de algunos países marcan la tendencia: la suma de feminicidios de México y Brasil -reportados por instituciones estatales- alcanzan más de 1500 muertes de mujeres a manos de hombres. Otro dato sirve de muestra. En El Salvador, durante el primer mes de aislamiento forzoso, la violencia machista fue más letal que la pandemia: el país registró más feminicidios que muertes por covid-19.

Esa seguidilla de muertes no es un dato extraño para América Latina: ya en 2017, con al menos 1998 feminicidios, era la región con mayores índices de violencia de género del planeta. A fines de aquel año, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) lo denunció: “cada día mueren en promedio al menos 12 latinoamericanas y caribeñas por el solo hecho de ser mujeres”. Esa cifra escalofriante siguió aumentando los años siguientes: 3529 feminicidios en 2018 y 4555 en 2019, según datos de la propia CEPAL.

En 2020, con la emergencia sanitaria mundial, también llegaron las alertas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la posibilidad de que durante la cuarentena se agravara la violencia de género. Es un tipo de violencia que suelen cometer parejas actuales o anteriores, generalmente en ámbitos privados, y comprende acoso verbal, físico o sexual.

Muchas de las mujeres que ya convivían con sus agresores quedaron encerradas en sus casas junto a ellos. Además, se cerraron las fronteras. Con las puertas trancadas en la casa y en el país, muchas mujeres latinoamericanas se quedaron sin escapatoria. Desde el paraje más austral en Chile hasta la ciudad de Miami, destino final de tantos latinos y latinas, las mujeres siguen siendo violentadas, víctimas de otra pandemia.

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La violencia de norte a sur

La cubanoamericana Yunieski Carey Herrera, 39 años, llevaba una intensa carrera artística en Miami, fuera de su país. El último noviembre, Yuni Carey, como se hacía llamar, fue asesinada en su apartamento de la ciudad del sol por su pareja Ygor Arrudasouza, un hombre brasileño que tenía un historial de violencia y había sido acusado por tres cargos de agresión. El de Yuni fue el transfeminicidio número 37 reportado en el año 2020 en Estados Unidos. Arianna Lint, directora ejecutiva de un grupo con sede en Florida que trabaja con miembros de la comunidad trans, dijo que conocía bien a Carey y a su agresor. “Recibí llamadas de ella (Carey) en varias ocasiones pidiendo consejo cuando tenía una pelea con su esposo. Ellos, como pareja, estaban enfrentando problemas”, contó unas horas después del crimen.

Cuando la mataron, Yuni Carey planificaba regresar a Azúcar, un club nocturno gay cercano a La Pequeña Habana tras ocho meses de ausencia por la pandemia de coronavirus. Iba a ser el regreso al stage para lucir sus bien ganadas coronas de Miss Trans Cuba y Miss Trans Global 2019. En su primera comparecencia ante la corte, Ygor confesó que estaba bajo la influencia de metanfetaminas cuando mató a Carey y fue trasladado a una cárcel de Miami. En lo que los medios locales calificaron como “una emotiva confesión”, el asesino en segundo grado dijo que se merecía “el castigo que le llega”.

Las últimas horas de Yuni transcurrieron lejos de su patria, al igual que las de Victoria Salazar. El cierre de las fronteras por el coronavirus expuso claramente el drama de las mujeres que mueren lejos de casa. Victoria vivía desde hacía cinco años con sus dos hijos en México, fue detenida ilegalmente en el interior de un comercio por la policía municipal de Tulum, y terminó con una fractura en la parte superior de la columna vertebral que le provocó la muerte. El arresto había sido por una supuesta alteración del orden público, pero en los videos de las cámaras de seguridad se la ve paseando por los pasillos de la tienda con una botella vacía y en ningún momento agrede a nadie. El 4 de abril pasado, tras una semana de manifestaciones que generaron la repercusión internacional del caso, se logró la repatriación de sus restos a El Salvador.

The New York Times publicó en 2019 un reportaje sobre mujeres que intentan escapar de la violencia de género en Centroamérica con la esperanza de refugiarse en Estados Unidos. “La violencia contra las mujeres está impulsando un éxodo de migrantes de Centroamérica”, dice el artículo firmado por Azam Ahmed, aunque aclara que ese escape no siempre es garantía de asilo: la administración Trump, por ejemplo, se negó a dárselos. Allí donde se entrecruzan la migración y la violencia de género, se revelan las frágiles costuras de los sistemas legales y la desprotección de quienes viven o esperan vivir en un país en el que no nacieron.

Durante tres meses que resultaron eternos, Roxana tuvo que convivir las 24 horas del día con su agresor en una pequeña casa de Alegría, Usulután, El Salvador. Gerardo Otoniel Álvarez, el padre de sus dos hijos ya no era su pareja, pero vivían juntos desde 2018 y no había podido irse del lugar. En los días de peor violencia física, Roxana se iba a la casa de su madre. Pero con las restricciones de movilidad dispuestas en el país centroamericano, uno de los peores en esta materia en el continente, ese refugio dejó de ser una opción.

Según el expediente judicial, la cuarentena fue para Roxana un calvario: Álvarez tomaba alcohol y la golpeaba a menudo. En octubre de 2020, cuando la circulación ya estaba permitida, la mujer volvió con sus dos hijos a casa de su madre. Para que su expareja no se acercase, radicó una denuncia de violencia intrafamiliar al juzgado de Paz de Alegría.

Igual, no se sentía más segura. Casi no salía de la casa de su madre por miedo a que Álvarez la vigilara. El 1 de diciembre se animó a salir para visitar a un sobrino enfermo. Eran las seis de la tarde Álvarez la interceptó, la tiró al pavimento y la golpeó en la cabeza con una piedra hasta dejarla inconsciente. Roxana fue trasladada de emergencia al hospital.

El ataque quedó registrado en una serie de videos que son la prueba fundamental para probar los cargos de femicidio en grado de tentativa y desobediencia que ahora enfrenta Álvarez.

La violencia de género es el tipo de violencia que cometen parejas actuales o anteriores, generalmente en ámbitos privados, y comprende acoso físico, verbal o sexual.

A miles de kilómetros de distancia de Usulután, en una zona del Pacífico colombiano, Vilma padeció el mismo tipo de violencia que Roxana. Sucedió en la localidad de Quibdó el 2 de agosto de 2020. Una enfermera de 37 años y madre de dos niños, fue atacada por su antigua pareja, un empleado de la gobernación del Chocó que tenía una orden de alejamiento desde 2019. La crónica periodística, publicada simultáneamente en una decena de medios de aquel país que forman la alianza La liga contra el Silencio, cuenta que el agresor “la tiró de una moto, la arrastró, intentó asfixiarla y la dejó malherida en una carretera cerca de Laminitas, en Quibdó. Unos jóvenes que pasaban por ahí la llevaron al hospital más cercano mientras el agresor huía (…) Vilma sufrió fracturas y perdió movilidad en su ojo derecho. Tras una cirugía y una rehabilitación que le costó 27 días de inmovilidad, pidió acompañamiento judicial. Pero los funcionarios de la Fiscalía General de la Nación le han dicho que sin testigos del hecho su caso no tendrá futuro”.

En 2020, en Colombia, las denuncias por hechos de violencia intrafamiliar habían disminuido. Lo que se presentaba como una paradoja tiene una explicación. “Esto obedeció a los obstáculos en el acceso a servicios de denuncia durante la pandemia, como la falta de recursos tecnológicos para la atención virtual en Comisarías de Familia, falta de cupos en las casas de refugio, también insuficiente número de estas casas especializadas para acoger a las mujeres víctimas, colapso en las líneas telefónicas de atención y falta de acceso a las valoraciones médico legales”, detalla un documento de la organización Sisma Mujer, que cita un reporte de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH).

Precisamente Vilma, la enfermera chocoana, es una de ellas. Lleva más de un año yendo a la Fiscalía, a Medicina Legal, a la policía, a comisarías de familia y a varios hospitales en busca de justicia y de protección ante la amenaza constante de su expareja.

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feminicidios fueron reportados desde el inicio de la cuarentena en Colombia, el 25 de marzo del 2020, hasta el 1 de junio del mismo año.

Un desdén similar tuvo que soportar Yanelis Valdés de parte de las autoridades cubanas. En julio de 2020, con la isla en plena cuarentena, Yanelis fue a la policía a denunciar que el padre de sus dos hijos la estaba amenazando. El aislamiento la había obligado a una convivencia forzosa con su agresor, con el agravante de que en La Habana no existen refugios temporales para mujeres en riesgo. Ante su denuncia el hombre fue detenido, pero lo liberaron unas horas después con una multa de 20 pesos cubanos (83 centavos de dólar).

Recién en octubre de 2020, el gobierno cubano habilitó la línea telefónica 103 para brindar orientación y apoyo psicológico en casos de violencia de género. Pero desde inicios de la pandemia, la plataforma digital Yo Sí Te Creo en Cuba había creado una línea de emergencia que ofrecía consejería psicológica, asesoramiento legal y acompañamiento. Según sus estadísticas, 74 mujeres recurrieron a la línea de apoyo entre marzo de 2020 y el 22 de abril de 2021.

Uno de los casos que documentó Yo Sí Te Creo fue el de Yanelis, que el 26 febrero de 2021, ocho meses más tarde de su primera denuncia, volvió a la comisaría. Seguía siendo blanco de maltratos y amenazas continuadas. Su vida y la de sus criaturas corrían peligro, dijo. Tras esa última denuncia se los llevó a la casa de su madre.

En marzo fue a la Fiscalía Municipal de Arroyo Naranjo, en La Habana, para saber qué pasaba con ambas denuncias y por qué su expareja continuaba libre. Allí le comunicaron que debía esperar sesenta días para obtener respuesta. Al día de hoy no la tiene.

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Aunque las cifras oficiales son muy exiguas, las plataformas feministas y de apoyo a las mujeres reportaron 28 feminicidios durante el primer año de pandemia en Cuba. El 13 de enero de 2021, YoSíTeCreo posteó el asesinato de Virgen Leyva Espinoza a manos de su pareja en su hogar del reparto periurbano de El Coco, en Holguín. Sólo en el primer cuatrimestre de 2021, hubo 19 mujeres asesinadas en la isla.

En el quinto país con mayor tasa de feminicidios del mundo (4,8 asesinatos por cada 100 mil mujeres) la brasileña Karla Pucci, 48 años, es sólo un número más. La Policía Civil del Distrito Federal (PCDF) de Brasil encontró su cuerpo el domingo 23 de mayo en Paranoá, con signos de haber sido apedreada. El caso se investiga como feminicidio, y el principal sospechoso es el compañero de la víctima, Valdemar Medeiros Sobreira, de 46 años.

Dos meses antes y mucho más al sur, en una casa de la ciudad costera de Viña del Mar, a 135 kilómetros de Santiago de Chile, fue asesinada Kimberly Ugalde Palma. Tenía 19 años y su pareja, Alex Brante, el presunto asesino, 12 más. El crimen ocurrió después de una discusión, la madrugada del 20 de febrero, cuando Brante tomó un arma de fuego y le disparó al tórax y los brazos. Desde un terreno lateral, un vecino escuchó los gritos y reportó el sonido de los disparos a Carabineros. El Servicio de Atención Médica de Urgencia encontró más tarde el cuerpo de Kimberly en una de las habitaciones.

En la audiencia de control y formalización, el juzgado de garantía decretó la prisión preventiva de Alex Brante y un plazo de investigación de 120 días. Algunos vecinos y testigos aseguraron que la mujer vivía con el imputado y que no era la primera vez que discutían.

En su querella contra Alex Brante por el delito de femicidio íntimo, la madre de la joven, Carla Palma, dijo que Kimberly “siempre estuvo expuesta a una serie de hechos que se enmarcan dentro del contexto de violencia intrafamiliar”.

La tipificación de femicidio íntimo comenzó a regir en Chile el 4 de marzo de 2020 con la Ley 21.212, que modificó el Código Penal, y refiere al “hombre que matare a una mujer que es o ha sido su cónyuge o conviviente (…) será sancionado con la pena de presidio mayor en su grado máximo a presidio perpetuo calificado”.

En solo trece países de América Latina existen leyes que dan protección integral frente a la violencia contra las mujeres y 18 países tipifican el feminicidio.

Los nombres en la cruz

La mayoría de estos crímenes o hechos de violencia ocurren al interior de las casas, a manos de hombres con quienes conviven y que actúan con la impunidad que brinda el escenario privado: una circunstancia que recrudeció el encierro obligatorio de la pandemia.

Desde marzo hasta junio de 2020, según los datos recogidos en la investigación colaborativa Violentadas en cuarentena, se registraron 1.409 feminicidios en 18 países de la región, 240.809 denuncias por algún tipo de violencia contra mujeres y 1.206.107 llamadas a alguna de las líneas telefónicas habilitadas para reportar episodios de ese tipo, según una investigación trasnacional llamada “Según el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe, solo 13 países latinoamericanos poseen leyes de protección integral frente a la violencia contra las mujeres y 18 países tipifican el feminicidio”, se lee en el informe.

Una de las tareas más lúgubres en esa investigación, coordinada por Distintas Latitudes, fue la de construir un memorial de 360 nombres de mujeres que perdieron la vida a manos de feminicidas solamente en el primer mes de cuarentena en América Latina. Cada víctima tiene un nombre, una historia, y sus muertes se inscriben inevitablemente en la trama social de la desigualdad de género.

Este artículo es parte de El último techo, un especial transnacional del Laboratorio de Periodismo Situado.

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