Cultura
La Vorágine, incendios en los cerros y el fin del mundo
La novela de José Eustasio Rivera conserva su modernidad y vigencia 100 años después de publicarse.
Por Yefferson Ospina* / Especial para El País
“Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”, escribió Borges. Es probable que –sabido el cierto desdén que profesaba por gran parte de la literatura latinoamericana de su tiempo– el argentino no hubiese leído a José Eustasio Rivera. El dato, sin embargo, es menor. Lo insoslayable es que su definición de los libros clásicos es perfectamente aplicable a esa inolvidable, abrumadora y salvaje proeza que es La Vorágine. Se trata de un clásico, ante todo, por el hecho de que sus páginas parecen tener la extraña capacidad de poder decir algo a cada época que la lee. El propósito de estas líneas es, justamente, intentar develar el camino por el cual la novela de Rivera nos podría estar hablando hoy, febrero de 2024, mientras los bosques arden, los mares son más ácidos y la lluvia se hace imbebible.
La Vorágine es ante todo un hecho moderno, al menos según lo plantea Barthes. Para la tradición latinoamericana es una particularidad deslumbrante. Rivera usa un dispositivo que recoge al Quijote y que presagia a Cien Años de Soledad. La novela es el archivo personal de Arturo Cova, sus cuadernos, sus anotaciones. Rivera asume el mismo gesto de Cervantes de aparecer como mero mediador de una historia narrada por alguien más. No es el autor, es el archivador. La Vorágine, entonces, como lo planteó el cubano González Echevarría, se hace archivo de un momento, de una región, de un país. En un territorio sin historiografía, la literatura se convierte en archivo. Rivera fue periodista, como la mayor parte de escritores latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX, y apelar al recurso del manuscrito encontrado supuso también un artificio literario que buscaba influenciar la realidad, o eso que suponemos que es lo real. El archivo de Arturo Cova hace las veces del manuscrito de Melquíades. Así, no se trataba de la obra de su inventiva, sino del testimonio de quien fue devorado por la selva. El colombiano, entonces, fue precursor del género que hoy invade las estanterías de los libreros: la autoficción…, ya se sabe, cada época puede fabricar sus propios precursores.
Digo que La Vorágine es moderna pero esta vez no asumo el argumento borgiano que propone que todos –y todas– los escritores de su tiempo eran irremediablemente modernos. La novela de Rivera es moderna porque en ella Cova descubre una naturaleza ingobernable, oscura, ominosa. Claro que la narración asume una perspectiva, digamos, neo-colonialista, distintiva de su época y que aún pervive, en la que los indígenas de la zona son vistos con desprecio y en la que su conocimiento de la tierra aparece como irrelevante. De la misma manera que en El Corazón de las Tinieblas, la tierra, la selva, los ríos y sus animales, son en La Vorágine experiencias ominosas. Y uso esa palabra con toda la carga freudiana que tiene: lo ominoso como aquello que está más allá –o más acá– de lo humano, aquello que se escapa de la comprensión, que es terrible y fascinante y no encuentra lenguaje.
La mirada colonial reside en el hecho de suponer que la experiencia de lo ominoso frente a la selva es universal. No, para los indígenas que morían en las plantaciones de caucho a principios del siglo XX, como para las comunidades nativas que habitan hoy Colombia, la selva era la madre, el origen de sus experiencias vitales. El análisis aparentemente decolonial de la novela, sin embargo, no la invalida. Barthes sostiene que la modernidad literaria inicia con Baudelaire y Flaubert, cuando presienten que el lenguaje, contrario a lo que dictaba la concepción burguesa de su tiempo, no puede contener todos los fenómenos terrestres, no puede contener la voracidad de la naturaleza. Es en ese momento que lo natural se hace extraño, monstruoso, excesivo, de nuevo, ominoso. Ese descubrimiento, dice Barthes, está en el origen de la poesía maldita. Los valores burgueses del clasicismo no son suficientes para explicar la belleza de un poema como “A una carroña”.
«No hay humanismo en la poesía moderna. Su discurso está lleno de terror, no hay relación entre personas, sino las más inhumanas imágenes de la naturaleza: el cielo, el infierno, lo sagrado, la infancia, la pura materia», escribió Barthes en El Grado Cero de la Escritura. Es esta justamente la experiencia que narra Rivera a través de Cova, quien en la primera parte de la novela aparece como un romántico que cree ver en la naturaleza de los llanos las manifestaciones de su propia alma, un hombre que sueña con regresar a la Bogotá conservadora y católica como el héroe purificado a través de la experiencia de la selva. En la segunda parte de la novela, no obstante, descubre que la selva es superior a él, que su lenguaje no la alcanza, que las elucubraciones románticas de los poetas del siglo XIX son irrisorias frente a la fuerza descomunal de la jungla.
«¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que parecen flores translúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que solo conocen las soledades domesticadas! ¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales! Aquí, los responsos de sapos hidrópicos, las malezas de cerros misántropos, los rebalses de caños podridos. Aquí, la parásita afrodisíaca que llena el suelo de abejas muertas; la diversidad de flores inmundas que se contraen con sexuales palpitaciones y su olor pegajoso emborracha como una droga: la liana maligna cuya peluza enceguece los animales; la pringamosa que inflama la piel, la pepa del curujú que parece irisado globo y solo contiene ceniza cáustica, la uva purgante, el coroso amargo», dice Arturo Cova, al comprender el error esencial de la poesía de su tiempo, al hacerse moderno.
Una imaginada versión contemporánea de La Vorágine –algo así como la versión del Martín Fierro que escribió Gabriela Cabezón Cámara– debería tener la respuesta de un personaje indígena a este párrafo: ¿Son las flores inmundas, es maligna la liana, amargo el corozo? ¿Acaso no está hablando Cova desde la estrechez de una mente que solo conoció los bosques por los libros? Cova, provinciano petulante, es como esos otros habitantes capitalinos que llaman a todo lo que está más allá de su ciudad “La Colombia profunda”. Por supuesto, todo es profundo para quien solo vive en la superficie…
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Ahora somos posmodernos. Somos hijos del capitalismo tardío. Nuestra ansiedad colinda con la de Cova, pero es otra. Es la ansiedad de una naturaleza arrastrada al desastre. Como quiera que sea, es ominosa también. No lo sabemos. El desastre definitivo puede empezar como una lluvia en la tarde, o un verano anhelado… El desastre es una fotografía espléndida de un bosque talado. Nuestra ansiedad es la del apocalipsis: un páramo encendido en fuego y un enero de cielos azules. Monstruoso. Ominoso.
La Vorágine, entonces, nos habla de un diálogo faltante. Cova nunca apeló a los nativos. Cova se derrumbó en el narcicismo de sus palabras vacías e inútiles y de su desesperación. Cova despreció la comida ofrecida por las mujeres indígenas. Leída hoy, 2024, a 100 años de su publicación, La Vorágine es crucial: tal vez nos enseñe que la naturaleza habrá de devorarnos si no recurrimos al lenguaje que puede comprenderla. Y ese lenguaje está afuera de nuestras ciudades.
*Departamento de Español y Portugués - Universidad de Texas, Austin