LIBROS
'Infancia y juventud': lea un fragmento de las memorias de Fito Páez
Son cuatrocientas páginas de memorias cuyo etiquetado frontal debiera advertir: altas en emoción, agudísimas en cultura pop, refinadas, bestiales, amorosas, explícitas. Así son las memorias de Fito Páez.
De niño conocí el olor de la muerte. Ningún niño está preparado para oler a la muerte. Tiene un aroma muy particular. A flores marchitas. A encierro. Todos los sábados, cerca del mediodía, durante varios años, mi padre me llevaba a enfrentarme a la lápida de mi madre. Estaba en el cementerio El Salvador. Cruzábamos el frontispicio de columnas de estilo dórico por un amplio pasillo techado, hasta la escalinata que descendía en la avenida central. Caminábamos de la mano varias cuadras interminables. Luego doblábamos a la derecha hasta encontrarnos con una escalera que se adentraba en las profundidades de aquel laberinto de cadáveres. Mi madre nunca fue una entelequia. Una noción imaginaria o un fantasma. Mi padre compraba religiosamente una docena de claveles rojos o blancos en los puestos de flores que se ubicaban sobre la avenida Ovidio Lagos, frente al cementerio. Lo primero que me enseñó fue el ritual de aquellos encuentros. Después de atravesar los pasillos subterráneos durante algunos minutos de caminata en silencio, llegábamos a la tumba de la muerta. Eran cinco hileras de cien metros de largo sobre las que se disponían las lápidas. Una arriba de la otra. Nosotros tuvimos suerte. Estaba en la segunda fila comenzando desde abajo. Podía ver la foto de mi madre directo a los ojos. Otros estaban obligados a agacharse o a usar las escaleras disponibles para encontrarse con sus muertos. Entonces mi padre besaba la foto de mi madre con la mano a modo de saludo. Después me indicaba que hiciera lo propio. Retirábamos las antiguas flores que despedían su néctar mortecino. A veces no eran las que habíamos dejado la última vez. Alguien más había visitado el sepulcro. Esos silencios de mi padre aún me acompañan. Esas miradas. Las flores, entonces. Aquellas flores vivirían tan solo algunas horas después de puestas en el
florero de lata. Solo conocían el abrigo del frío, la humedad y las sombras. Todas esas flores sabían que llegaban a sus horas finales cuando atravesaban aquellos canales helados aislados del sol. Algún registro de agonía siempre supuse que tenían. Todo abriga la virtud de la premonición. Luego yo tiraba las flores muertas en el cesto. Y comenzaba el protocolo de limpieza. Primero, la foto de mi madre. Estaba en un marco de metal adherido al mármol blanco veteado de gris. Luego limpiaba la placa de bronce donde se leía el epitafio: “Su esposo e hijo, que siempre la amarán”. Primero se limpiaba con rigurosa meticulosidad cada milímetro de aquella lápida con un trapo que traíamos en un pequeño bolso. Se tiraba el trapo en el cesto junto con el papel en el que habían estado envueltas las nuevas flores condenadas a morir. Después se rezaba. Mi padre parecía ausente en esa rumiación. Yo también. Eso era todo. Sentía que ese era un no lugar. Una máxima incomodidad. Hacíamos el camino de vuelta. Subíamos a un taxi y volvíamos a la casa de calle Balcarce. Mi padre se encerraba en su habitación hasta el almuerzo. No recuerdo qué pasaba en aquellos largos minutos hasta sentarnos a la mesa. Los niños y las flores no están preparados para la muerte.
Calle Balcarce 681. La Casa Páez. Se encontraba a escasos cien metros del emblemático Boulevard Oroño. Un terreno de 6,91 × 13,92. Tradicional casa chorizo. Denominación que se utiliza para definir a las casas con los cuartos en fila, uno detrás del otro, sobre la medianera, tan típicas de las primeras décadas del mil novecientos. Según datos catastrales de la Municipalidad de Rosario, el permiso de edificación es el número 56 del año 1926.
Demos una vuelta por el vecindario. Les propongo un largo plano secuencia, con un steadicam en manos de algún camarógrafo amigo o un dron volador a control remoto que pueda subir y bajar a piacere.
Relato en off.
Viví mi infancia y pubertad en el barrio del macrocentro de la ciudad de Rosario. Allí, enfrente de mi casa, se encontraba el conservatorio de música Scarafía. Del lado izquierdo, en una vieja casona, vivieron María Elena Falcón, mi vecina, con su marido y un hijo adolescente. Porte de mujer ruda de los campos de la Europa del Este. Dueña del kiosco que atendía por una ventana de su casa que daba a calle Santa Fe. Mujer amorosa, tía putativa. Cruzando Balcarce hacia el Boulevard Oroño, enclavado en la esquina misma de Balcarce y Santa Fe, el restaurant, bar, café, pizzería Grand Prix. Mi cafetín de Rosario. “De chiquilín te miraba de afuera como a esas cosas que nunca se alcanzan, la ñata contra el vidrio en un azul de frío que solo fue después, viviendo, igual al mío”. Enrique Santos Discépolo sabía nombrar con precisión y emoción los lugares entrañables. Así su cafetín de Buenos Aires. Así mi Grand Prix.
Cruzando Santa Fe hacia el sur, por Balcarce, se encontraba la parada del colectivo 200. En esos carromatos iría a la escuela primaria casi todos los días. De mañana, al taller a aprender herrería, aeromodelismo, carpintería, y a la tarde al turno escolar. Sin contar las frías mañanas de invierno, yendo a las clases de educación física cuando la humedad asesina se colaba entre el par de calzoncillos largos y el pantalón de gimnasia, entrenándonos tempranamente para soportar los fríos polares rosarinos.
Cruzando de vereda, sobre Santa Fe, frente al kiosco de María Elena, estaba el Normal 2. Escuela de futuras mujeres, adolescentes en flor. Con sus polleras grises entabladas, sus medias blancas hasta la rodilla, sus zapatos negros y sus camisas blancas recién planchadas en primavera. El obligado pulóver gris en ve en invierno, sus sacos azules y sus cabellos recogidos. Delicias de mis sueños juveniles.
Al lado se erguía la Facultad de Ciencias Agrarias y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional del Litoral. Verán el distinguido estilo de neoclasicismo francés. Allí anidaban cuevas de murciélagos y palmeras quinoteras que llegaban hasta el cielo.
Último destino: la plaza San Martín. Fíjense que ocupa toda la manzana de Santa Fe, Moreno, Córdoba y Dorrego.
Toda una plaza.
A la derecha, cruzando Santa Fe, verán, aún imponente, la Jefatura de Policía. Lóbrego centro clandestino de tortura y desapariciones forzadas durante la última dictadura militar.
En ele con la calle Moreno, la plaza lindaba con el Museo de Ciencias Naturales. También cuna de murciélagos y niños exploradores caminadores de cornisas. En la esquina de Moreno y Córdoba, cruzando la calle, se emplazaba el Segundo Cuerpo del Ejército. A pocos metros por la misma vereda de la calle Córdoba se encontraba la CGT. En frente, la Facultad de Derecho.
A su lado, casi llegando a Balcarce, se erigían como dos gigantes las puertas forjadas en hierro que oficiaban de salida del Normal 2. Las armas, la ley, la educación, la ciencia, la música, el recreo infantil y la política muy cerca.
Doblemos por Balcarce.
Allí enfrente, en ese edificio de dos pisos, vivía la familia Gallardo. Fabián, uno de sus hijos, será uno de mis compinches de primera adolescencia. En aquel otro edificio vivía la familia Boglioli. En ese tercer piso pasaría largas horas alrededor de una mesa jugando al póker, escuchando rock progresivo. Al lado, casi llegando a la esquina de la calle Santa Fe, otro edificio en el que ocurrirían hechos de extrema violencia. De esta vereda, por la que voy, solo se ve la pared lateral del Normal 2. Saludemos a las chicas que agitan sus manos desde las aulas. Doblando por la misma vereda, por calle Santa Fe, vivía ese atorrante hermoso, galán de barrio y artista iluminador llamado Fernando Piedrabuena, que iba a acompañarme en gran parte de este viaje.
Crucemos Santa Fe.
Otra vez la casa de María Elena, y al lado, mi casa de nuevo.
Enfrente, pegadas al Grand Prix, dos casas muy antiguas similares a la mía. Eran edificaciones donde las habitaciones se disponían alrededor de un gran patio. Vivían señoras mayores que regían sus inmuebles como pensiones temporarias.
A su lado el ya mencionado y querido conservatorio Scarafía. Hacia la esquina de la calle San Lorenzo se erigía otro edificio de un piso, donde vivía una familia con quien no teníamos otro trato que los cordiales saludos entre vecinos. Sus hijas eran mayores que yo. Dos adolescentes guapísimas que atraían mi permanente atención. De pelo largo, espigadas, espléndidas. Por la vereda de mi casa, a la derecha, separados por una medianera, vivían el doctor Costa y su señora, de apellido Buñone. Tenían catorce hijos. Una familia muy reservada que también acompañó en mis primeros años la vida en el barrio. Siguiendo por la misma vereda, en un edificio de un piso, cuyo frente era de piedra gris con pequeñas incrustaciones de piedritas de colores brillantes, vivía la familia del doctor Caviglia. Un hombre de unos sesenta años, muy elegante. Venía todos los fines de semana a tomar un vermut con los Páez. Allí enfrente, siguiendo el paneo hacia la derecha, a manera de travelling frontal, se ve un garaje, y al lado, la casa del doctor Cochero, abogado de prestigio que vivía con su mujer y sus dos hijos. Cruzando la calle San Lorenzo se encontraba la despensa Pochi. Todo lo que quisieras conseguir en materia comestible se encontraba allí. Despensa de lujo. Siguiendo unos metros, la tintorería japonesa de frente azul, y después unas casas antiguas que lindaban con la panadería El Peñón. Allí compraría muchas tortas negras y bolas de fraile para acompañar las tareas de la secundaria antes del mediodía, después de las clases de educación física. Nada como una docena de esos manjares acompañados de Coca-Cola helada para pasar la mañana.
Volviendo a la esquina de Balcarce y San Lorenzo, frente al Pochi se encontraba el bodegón El Pampa. Restaurant sombrío, de larga tradición en el barrio. Por esa misma vereda, subiendo por San Lorenzo hacia Moreno, estaba mi almacén favorito. Atendido por dos hermanas cincuentonas solteras. Las Persic. Subía dos escalones y entraba a un antiguo almacén de pueblo de ramos generales. Un gran mostrador sobre dos heladeras gigantes de madera oscura, con fiambres y lácteos. Una máquina para cortar embutidos, quesos y una balanza. Detrás, una despensa llena de productos alimenticios que iba de lado a lado del boliche. Por una persiana de hilos de plástico de colores se podía ver el raído cuarto de estar, en el que pasaban gran parte de sus días estas dos hermanas. Una, de pelo corto y anteojos, flaca y pizpireta. La otra, mujer robusta, de melena castaña oscura cortada al cuello, siempre de riguroso delantal verde y carácter más seco. A la derecha, otras dos heladeras para las bebidas, y siempre la sonrisa amorosa de las dos, que antes de irme, después de anotarme todo lo comprado en la libreta familiar, me regalaban unos caramelos para que volviera contento a mi casa.
Así sucedía.
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