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LITERATURA

'Escrito en la piel del jaguar': así empieza la nueva novela de Sara Jaramillo Klinkert

En su tercera novela, Sara Jaramillo Klinkert, narra la historia de Lila y Miguel, una pareja obsesionada con el dinero y la clase social, quienes dejan atrás su cómoda vida en la gran ciudad y terminan varados en un lugar idílico frente al mar. Allí no solo serán desafiados por la naturaleza y la comunidad de nativos, también por ellos mismos y sus limitaciones, dejando salir los aspectos más secretos e inquietantes del ser humano.

19 de febrero de 2023 Por: &nbsp;Sara Jaramillo Klinkert, especial para Gaceta<br>

Amanece y es domingo. Quizá jueves. Da igual. De ahora en adelante los días empezarán a acumularse sin medida, lo cual no significa nada porque si algo tiene este lugar es que los días son insoportablemente parecidos unos a otros. Nadie conoce el orden de los meses del año. Nadie sabe el día exacto de su nacimiento. Nadie recuerda con precisión la última vez que cayó agua del cielo. De hecho, cuando Lila pregunte: «¿Hace cuánto que no llueve?», los nativos le responderán: «Desde el último rugido del jaguar». Así entenderá que, en un lugar donde el tiempo se mide con sucesos, la última vez de la lluvia puede ser el más extraordinario de todos, a no ser que vuele el manglar y un cardumen de peces blancos sea arrastrado por las olas. O que llueva al revés después de que el felino ruja tres veces a una distancia demasiado corta para emprender la huida y demasiado larga para descifrar el mensaje oculto en las rosetas de su pelaje. Tal vez sea domingo y no ocurra nada de eso. O jueves, qué más da. Por ahora, amanece en un día cualquiera y merodean una, dos, tres moscas. Son molestas y sin embargo serán la menor de las molestias de Lila, pero ella aún no lo sabe. Lila no es una flor, es una mujer con nombre de flor, pese a no tener pétalos ni espinas ni raíces. A veces huele a abril. A veces a perfume caro. Hoy no es una de esas veces. Lo único importante ahora es que la mujer con nombre de flor se acuerde adónde amaneció y cómo llegó hasta allá y cuál fue la razón que la obligó a refundirse en aquel lugar recóndito en donde el tiempo se mide con sucesos extraordinarios, porque existe una razón, aunque ella se empeñe en esconderla.

El zumbido de las moscas aumenta su intensidad. Cuatro moscas, cinco moscas, seis moscas. Anoche había sangre en la mano de Miguel. Ya está coagulada y, aun así, las moscas la sobrevuelan como si fuera un manjar. Tiene visos morados y verdosos que recuerdan a las auroras boreales, Lila las vio el otro día en la televisión. ¿Adónde está Lila y por qué hay sangre y auroras boreales? Sigue demasiado dormida para recordarlo. De anoche solo tiene algunos chispazos que aún no logran materializarse en recuerdos: una cama, cuatro piernas corriendo hacia un colchón desconocido, plagado de ácaros, polvo y mal de tierra; dos viajeros cansados y sudorosos intentando no rozarse entre sí para no generar más calor, para no provocar un incendio en aquella cabaña en medio de ninguna parte. Lila estaba cansada. Miguel estaba herido. Si estuvieran en la ciudad y fuera jueves, nada de lo anterior sería grave, pero la ciudad y el tiempo eran eso que habían dejado atrás hacía muchos kilómetros.

A la medianoche, quizá un poco antes o después, Lila sintió unas patitas rasguñando la madera, merodeando por el borde de la cama. Imposible saber si fueron parte de un sueño o no. Eso es lo malo de dormir por primera vez en un lugar al que nunca antes se ha ido. No se conocen los sonidos. No se sabe quién pisa el mismo suelo, quién surca el mismo aire, quién habita el techo de hojas entrelazadas, quién se mete en los sueños. Chicharras, gruñidos, zancudos, un vasto coro de aullidos retumbando en el bosque. Miguel se rascaba. Lila se rascaba. Tres veces el currucutú, el crujir de hojas secas.

Al fondo cantan los gallos. El día se impone con un brillo tan intenso que no parece de este mundo porque no es de este mundo. Sin paredes que impidan su avance, la luz natural enciende los rincones y las grietas, se filtra por los huecos del techo y dibuja trazos luminosos sobre la superficie de la madera. Las moscas. Son las malditas moscas las que sacan a Lila del sueño profundo y aún somnolienta piensa en las patitas rasguñando. Es posible que también le rozaran la cara. Se la toca suavemente con los dedos como asegurándose de que todo esté en el mismo lugar de siempre. Recuerda los aullidos y la piel se le llena de espinas.

Intenta despertar por completo. No puede. Su propio cuerpo no le obedece. La cabeza es de piedra, al igual que los pies y las manos. Consigue moverlas de nuevo en cámara lenta debido a la necesidad imperiosa de rascarse una roncha. Ya se acostumbrará al clima caliente en donde todo es lento: el despertar, los pensamientos, la vida en general. También se acostumbrará a las ronchas. La rapidez está sobrevalorada. Las ronchas están subvaloradas. Malaria. Fiebre amarilla. Dengue hemorrágico. Zika. Paludismo. Se hubiera hecho vacunar, piensa. Los hubiera no existen, vuelve a pensar. Llegará el día en que erradique la palabra afán de su vocabulario. Las enfermedades tropicales, en cambio, no las erradica nadie.

El ambiente es tan húmedo que da la sensación de poderse agarrar con ambas manos y escurrir como si fuera un trapo mojado. Húmedo el pelo. Húmedas las sábanas. Húmedo el techo de palma. Debería empezar a acostumbrarse. Si algo la espera de ahí en adelante es una humedad persistente y opresiva. Al amanecer, las gotas de agua condensada tienden a acumularse en la punta de las hojas. Redondas, transparentes, calladas. Será cuestión de meses para que la sed la obligue a contemplarlas con el mismo interés con el que contemplará al ángel sin alas o al último jaguar del bosque. Sed. Hoy amaneció con sed. La diferencia es que acaba de llegar a un lugar sin tiempo y sin lluvia. Además, tiene botellones de agua dentro del carro. Tener agua: eso es muy importante. Más importante que la sangre en la mano de Miguel. Más importante que la razón por la cual se fue a esconder allá. Más importante que los aullidos y las moscas. Más importante que saber si es domingo o jueves.

Siete moscas, ocho moscas, nueve moscas. Lila permanece en un lugar intermedio llamado duermevela. Muy dormida para considerarse despierta. Muy despierta para considerarse dormida. Duer-me-ve-la, pronuncia la palabra en la mente, mueve los labios sin emitir ningún sonido, la boca se le queda entreabierta. La cierra de forma instintiva cuando el zumbido de las moscas se alborota. Sella los labios formando una línea recta, parecen vigas de cemento, no sea que alguna mosca le aterrice en la lengua. Justo después ocurre lo de la cachetada. Antes fue la mosca en la mejilla, antes fueron las preguntas sin respuesta. Abre los ojos y ve la mosca en la palma de su propia mano, aplastada como la antesala de un presagio. Esa manía de creer que todo son presagios, y eso que todavía no ha conocido a la bruja que habrá de lanzarle el primero: «El agua es el principio y el fin», sentenciará Encarnación mientras un punto de fuego se le enciende dentro de la boca.

Por un instante deja de oír los zumbidos, cómo va a oírlos, si de repente se impone otro sonido más fuerte. Más fuerte que el ronquido de Miguel. Mucho más fuerte que el sonido de sus propias uñas rascándose las ronchas. Olvida todo lo demás y se concentra en el rumor del oleaje. Lo oirá todos los días y todas las noches. Lo oirá tanto que dejará de oírlo. Eso es lo que pasa cuando uno se va a vivir al mar. Primero hay que acostumbrarse al sonido, hasta que llega el día en que no lo oye más y entonces el esfuerzo es por traerlo de vuelta.

Siente la brisa, los labios agrietados, la arena, el regusto a sal en la boca. Está desnuda y no propiamente por haber tenido una noche romántica con ese otro cuerpo desnudo que yace a su lado. Lo conoce como a nadie y, sin embargo, en esa cama ajena, parece un completo desconocido. El pelo engrasado por el sudor, un salpullido terrible en la espalda, los brazos y la cara repletos de ronchas, la mano con rastros de sangre y de auroras boreales, las plantas de los pies con partículas de arena que no alcanzó a sacudirse antes de que lo tumbara el cansancio. Lo mira tres veces para comprobar que sí sea Miguel. Una vez. Dos veces. Tres veces. Es Miguel.

Consigue ponerse de pie y dar algunos pasos. Hay algo en el ambiente que le impide despertarse del todo. Algo que no sabe qué es. Puede ser la falta de costumbre al silencio. Puede ser el aliento del diablo. Puede ser la intensidad de la luz. Puede ser el rumor del oleaje. Algo que le enmaraña los pensamientos. No consigue distinguir la realidad de la imaginación ni la imaginación de los sueños. Han cambiado muchas cosas en muy poco tiempo y aún debe procesarlas en algún lugar de su cabeza. Camina en puntillas, necesita asomarse al balcón: deja caer un pie y la madera chirría, deja caer el otro y sigue chirriando. El avance es como una canción desafinada. La cabaña se mueve con cada uno de sus pasos. Las columnas son troncos gordos y retorcidos en cuyas vetas se adivina la antigüedad de la madera. Carece de ventanas, de ladrillos, de puertas, de paredes. Nada de eso importa porque tiene un techo que canta. Se detiene un rato, mira hacia arriba y se queda escuchando aquel arrullo transportado de pico en pico desde tiempos inmemoriales. La canción de los pájaros es la más antigua y la más dulce del mundo.

El techo se compone de una hoja de palma, entrelazada con otra hoja de palma, entrelazada con otra hoja de palma, entrelazada con otra más. Y así quién sabe cuántas veces. Imagina que debe haber muchas palmeras por allí, muchas manos hábiles y mucho tiempo para entrelazar: techos, redes de pesca, trenzas, cuerpos, líneas de la mano, en fin, todo aquello que sea entrelazable. Se detiene a medio camino y mira todo de nuevo con la intensidad con la que se miran las cosas por primera vez. Necesita entender cómo algo tan sencillo puede albergar tanta belleza. Se asoma hacia abajo y comprueba que todo es arena. Al frente, inmenso, está el mar. Se pone a mirarlo preguntándose si acaso él también está mirándola a ella.

Un viento cálido le revuelca el pelo. Recuerda que está desnuda y se siente tan a gusto que no hace nada por remediarlo. No son ni las siete y ya duele mirar las cosas. La luminosidad le impide abrir los ojos por completo: los achina, hace visera con la mano. A veces los cierra solo para comprobar que la luz permanece anclada en sus párpados como una franja amarilla y brillante. Moscas. Dentro de sus párpados también hay moscas. Estas son blancuzcas, translúcidas y calladas. Cuando los abre de nuevo ve a Lluvia escarbando la arena en busca de grillos y hormigas. Alguien la amarró a un árbol sujetándola por la pata y, aun así, la gallina sigue andando en círculos sin percatarse de que no avanza. Tan fácil moverse sin avanzar. Tan difícil darse cuenta de ello. Se contiene el pelo tras las orejas y mira hacia ambos lados. Mira hacia arriba y hacia abajo. Mira al mar que tiene por delante y al bosque tropical seco que tiene por detrás. Dos bestias acechándola. La inundación y la sequía. La sal y la madera. Lila en todo el borde preguntándose cuál es el borde, quién limita con quién.

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