Política
La torpeza como doctrina; lecciones de la nueva crisis diplomática con Estados Unidos
Aunque pueden reconstruirse las relaciones con diálogo, parece que será labor del próximo Presidente.

4 de jul de 2025, 10:08 a. m.
Actualizado el 4 de jul de 2025, 10:12 a. m.
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Por Álvaro Benedetti, consultor internacional @bac.consulting
El retiro recíproco de representantes diplomáticos entre Colombia y Estados Unidos marca un nuevo episodio en el progresivo deterioro de una relación históricamente estratégica.
Lo que en días recientes comenzó con la divulgación de audios comprometedores del exministro Álvaro Leyva, orquestando supuestos apoyos republicanos para desestabilizar al presidente Gustavo Petro, escaló a una crisis que trasciende lo anecdótico y evidencia la creciente incapacidad del actual Gobierno colombiano para incidir con madurez en el tablero internacional.
La reacción del Ejecutivo, más propia de un gesto político interno que de una respuesta diplomática mesurada, refleja una tendencia inquietante.

Petro y su círculo más cercano han optado por convertir cada roce con Washington en una cruzada simbólica, sacrificando los intereses nacionales en aras de una narrativa de “resistencia” que, fuera del país, apenas encuentra eco.
Defender la soberanía es una obligación; dinamitar los canales de cooperación por cálculos ideológicos, un error costoso.
No se trata de un hecho aislado. Desde su llegada al poder, Petro ha hecho del desacuerdo con Estados Unidos un eje de diferenciación.
Rechazó vuelos de deportación sin prever las consecuencias migratorias y aduaneras, congeló extradiciones mientras negociaba con estructuras criminales sin hoja de ruta clara, y ahora convierte un escándalo interno en una acusación sin matices hacia su socio principal.

Más que una política exterior coherente, su enfoque ha sido reactivo, diseñado para reafirmar posiciones ante la audiencia doméstica.
Dos lecturas ayudan a dimensionar el alcance de este trance. La primera, institucional: aunque el llamado a consulta del encargado de negocios estadounidense y, en reciprocidad, del embajador colombiano representan gestos fuertes en el lenguaje diplomático, aún existe margen de reversión, siempre que haya voluntad de diálogo y un mínimo de credibilidad, atributos que el Gobierno colombiano ha venido erosionando —y, para colmo de incertidumbres, en medio de la reciente y sorpresiva renuncia de la canciller, Laura Sarabia, que agrava los vacíos de conducción en materia de política exterior.
La segunda, más estructural: lo que Estados Unidos percibe no es un incidente aislado, sino una acumulación de señales erráticas que restan previsibilidad a su contraparte andina.
En relaciones internacionales, cuando una nación deja de ser previsible, también deja de ser confiable. Y esa desconfianza se extiende a todos los frentes, incluidos los económicos.
Mirando hacia adelante, lo sucedido no solo debilita los escenarios de diálogo entre ambos países, también intensifica las tensiones internas y profundiza la polarización.

El presidente Petro aprovechará el conflicto para reforzar su narrativa de asedio externo, mientras pierde margen de maniobra en áreas críticas como seguridad, inversión extranjera y crisis sanitaria.
La oposición política, por su parte, encontrará en este episodio nuevo combustible para la crítica, aunque hasta ahora no ha demostrado capacidad para traducir esos errores en propuestas políticas eficaces.
El punto de quiebre no fue un impasse técnico ni un desencuentro diplomático predecible, sino la politización de un escándalo doméstico con efectos bilaterales.
Reconstruir una relación otrora estratégica exige una política exterior profesional, guiada por liderazgo y criterio. Una tarea que, quizá, solo podrá asumir el próximo ocupante de la Casa de Nariño.