Columnista
Voces del colapso
Cuando la salud se vuelve rehén de discursos, los pacientes se convierten en mártires de la ideología.
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13 de nov de 2025, 02:15 a. m.
Actualizado el 13 de nov de 2025, 02:15 a. m.
Hay historias que uno no debería tener que contar. Pero las contamos porque el silencio mata más que la enfermedad.
Una mujer me dijo que su papá entró a una clínica con una dolencia y salió con una bacteria. Otra, que siente que en ese mismo lugar no lo curaron, lo mataron. Hay una joven con parálisis cerebral que sufre más por el maltrato de quienes deberían cuidarla que por su propia condición. Una madre que no recibe los medicamentos que necesita. Otra que, con los ojos secos de tanto llorar, repite que “es crudo, pero las EPS te dejan morir”. Y una más, que lleva meses esperando que le confirmen un diagnóstico de cáncer que todos saben, pero nadie se atreve a firmar.
No son excepciones. Son Colombia. Un país que se acostumbró a ver morir sin mirar de frente.
Detrás de cada historia hay una misma constante: la salud se volvió un laberinto sin salida. Un sistema que se agota en trámites, excusas y autorizaciones, mientras la vida se le escapa entre formularios.
Los médicos hacen lo que pueden; los pacientes hacen lo que deben; pero el Estado, simplemente, no hace.
Nos prometieron una reforma para dignificar la atención, y lo que hicieron fue desmantelar lo poco que funcionaba. Las EPS quebradas, los hospitales sin recursos, los medicamentos escasos, los especialistas desbordados. Y en medio de todo, el ciudadano —ese ser anónimo que sostiene el sistema con sus aportes—, convertido en un número más de una fila interminable.
Durante años nos dijeron que el sistema tenía fallas, pero no sabíamos cuán profundo era el daño hasta escuchar estas voces. Hasta ver que un padre muere esperando atención, que un hijo se apaga sin medicina, que una mujer con parálisis cerebral depende más de la misericordia que de la ley.
Eso no es salud. Es abandono. Y no hay excusa ideológica que lo justifique.
Cuando la salud se vuelve rehén de discursos, los pacientes se convierten en mártires de la ideología.
Porque mientras los burócratas se felicitan por su ‘reforma histórica’, en los hospitales de verdad hay madres que venden sus cosas para comprar una droga, médicos que lloran de impotencia y pacientes que imploran por un turno.
No es solo una crisis institucional. Es una crisis moral. Porque la indiferencia también mata. Mata la desidia del funcionario que niega una autorización, la cobardía del dirigente que calla para no contradecir al poder, la arrogancia de un ministro que mide su éxito en ideología y no en vidas salvadas.
Cada historia que hoy conocemos podría ser la nuestra. Nadie está exento de enfermar, de depender un día del mismo sistema que hoy agoniza. Y cuando eso ocurra —si no actuamos ya—, será demasiado tarde para reclamar.
Esta columna no busca estadísticas ni culpables individuales. Busca mirar el dolor a los ojos. El dolor de un país que convirtió la atención médica en una carrera de obstáculos y la empatía en una excepción.
He escuchado muchas historias, y vendrán más. Pero necesitábamos empezar por aquí: por el golpe al alma, por esa sacudida que obliga a ver lo que preferimos no mirar.
Porque la salud no se defiende con discursos, se salva con hechos. Y mientras el Estado falla, la enfermedad no espera.
Hoy, la salud duele. Pero duele más saber que a muchos ya no les duele nada.
Y si dejamos que la costumbre gane, habremos perdido algo más que el sistema: habremos perdido el alma de un país que alguna vez creyó en la compasión.
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