Columnistas

El cuarteto de cuerdas: una conversación divina

Quien ha recorrido el vasto territorio de la música sinfónica, los grandes conciertos y la opulencia de la gran orquesta, descubre con el tiempo un anhelo por el recogimiento, por lo esencial.

GoogleSiga a EL PAÍS en Google Discover y no se pierda las últimas noticias

Rodrigo Obonaga Pineda.
Rodrigo Obonaga Pineda. | Foto: El País.

12 de nov de 2025, 02:58 a. m.

Actualizado el 12 de nov de 2025, 03:36 p. m.

La música es portadora de una gracia infinita, un lenguaje sin palabras que abre puertas hacia dimensiones donde lo humano y lo divino se entrelazan. En ese territorio sagrado, el cuarteto de cuerdas se erige como una de las formas más puras de expresión musical. Goethe lo definió con acierto: “El cuarteto de cuerdas es una conversación entre cuatro personas inteligentes”. Pero más que diálogo intelectual, es una comunión espiritual: cuatro almas que, a través del sonido, buscan la verdad del ser.

El nacimiento del cuarteto, atribuido a Joseph Haydn, marcó un antes y un después en la historia de la música. Su invención transformó la escritura camerística y dio origen a un modo nuevo de pensar: una arquitectura sonora hecha de intimidad, equilibrio y profundidad.

Quien ha recorrido el vasto territorio de la música sinfónica, los grandes conciertos y la opulencia de la gran orquesta, descubre con el tiempo un anhelo por el recogimiento, por lo esencial. Y es allí, en la música de cámara —en los tríos, cuartetos, quintetos, sonatas— donde el alma encuentra reposo.

La estructura clásica —dos violines, una viola y un violonchelo— representa un equilibrio casi místico. Ningún instrumento domina, ninguno calla por completo. Cada uno alterna entre la voz que guía y la que escucha, como en una conversación ideal donde la inteligencia se mide por la capacidad de oír. En este intercambio nace la pureza del cuarteto: una conversación sin ego, sostenida por la empatía sonora.

En Haydn, Mozart y Beethoven, la forma alcanza su plenitud. Cada instrumento se convierte en un personaje con identidad propia, pero todos obedecen a una armonía invisible que los une. El cuarteto, entonces, no es mera técnica: es una conversación divina, donde las emociones, las ideas y los silencios se entrelazan para revelar lo eterno.

En Beethoven, el cuarteto se convierte en confesión y revelación. Su Op. 131 en do sostenido menor (1826) es considerado la cima del género. Wagner lo llamó “una manifestación divina”. Siete movimientos que se suceden sin pausa, como si el alma, cansada de los límites, se lanzara al infinito. Allí la música deja de representar: encarna. Es confesión y revelación, una meditación sobre la vida, la muerte y lo absoluto.

Aún más íntimo es el Cuarteto n.º 15 en La menor, Op. 132, compuesto tras una enfermedad que casi lo lleva a la muerte. El tercer movimiento, Heiliger Dankgesang eines Genesenen an die Gottheit, in der lydischen Tonart —Sagrado canto de acción de gracias de un convaleciente a la Divinidad, en modo lidio—, es una oración hecha sonido. Las cuerdas susurran con reverencia; la fragilidad del cuerpo se disuelve en la fuerza del espíritu. No hay triunfo, sino gratitud: una fe silenciosa, profunda, que eleva al oyente a lo esencial.

El modo lidio, con su pureza luminosa, confiere al movimiento una atmósfera de transparencia religiosa. Beethoven no canta la victoria sobre la enfermedad, sino la dicha de seguir viviendo. Cada acorde es un ‘gracias’ pronunciado con el alma. La música se vuelve templo; el silencio, plegaria.

En Franz Schubert, el cuarteto adquiere una dimensión conmovedora. Su Cuarteto n.º 14 en re menor, conocido como La muerte y la doncella, transforma el miedo en ternura. El segundo movimiento, Andante con moto, parte del lied homónimo (Der Tod und das Mädchen, D. 531). con texto de Matthias Claudius. Allí, la muerte no amenaza: acaricia. Su voz, tomada por las cuerdas, es dulce y firme: “Dame tu mano, niña hermosa.”

El tema con variaciones simboliza el tránsito: cada variación es una emoción distinta ante la muerte, desde la resistencia hasta la aceptación. La cuarta variación, en modo mayor, introduce una luz interior, un destello de esperanza. No es evasión, sino transfiguración. Schubert no compone una tragedia: escribe un réquiem amoroso. La muerte se convierte en madre; el dolor, en sosiego.

En las últimas notas, la doncella no muere gritando. Se despide suavemente, confiando en el misterio. La música se hace piel sobre piel, y el cuarteto entero se convierte en un abrazo. Es el instante en que la vida, exhausta, pero luminosa, se entrega con serenidad al silencio profundo de la muerte.

Siglos después, Dmitri Shostakovich retomó el género como espejo de su tiempo. Sus cuartetos finales son diarios íntimos de un alma asediada por la censura, el miedo y la soledad. En ellos, el cuarteto ya no es un templo de equilibrio, sino un refugio interior. Cada obra es una confesión murmurada, un testamento que convierte el sufrimiento en arte y esperanza.

A lo largo de los siglos, el cuarteto de cuerdas ha conservado su esencia: no busca deslumbrar, sino conmover. Su aparente sencillez oculta una profundidad que solo se revela con la escucha atenta. En su diálogo secreto se esconden la sabiduría del silencio y la verdad de lo compartido.

Así, el cuarteto de cuerdas es más que una forma musical: es una forma de oración. Una búsqueda de sentido que eleva lo humano hacia lo divino. En esa conversación entre cuatro voces —donde cada cuerda respira, calla y responde— nosotros los oyentes, también en silencio, participamos de esa comunión sagrada. El cuarteto de cuerdas: una conversación divina.

Regístrate gratis al boletín de noticias El País

Descarga la APP ElPaís.com.co:
Semana Noticias Google PlaySemana Noticias Apple Store

AHORA EN Columnistas

Gonzalo Gallo

Columnista

Oasis

Benjamín Barney Caldas.

Columnista

Cometa 3I/Atlas

Gonzalo Gallo

Columnistas

Oasis

Simón Gaviria

Columnistas

Problema fiscal