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El vínculo que nos sostiene

La comunidad no es algo que simplemente existe: es algo que se construye, que se alimenta, que se defiende.

Daniel López
Daniel López, gerente de sostenibilidad del Banco de Occidente. Foto suministrada por la empresa. | Foto: El país

Daniel López

29 de abr de 2025, 03:04 a. m.

Actualizado el 29 de abr de 2025, 03:04 a. m.

La comunidad es una de esas realidades humanas tan naturales que a veces olvidamos su verdadera importancia. No es simplemente convivir en un mismo espacio, sino construir lazos que nos conectan, nos protegen y nos dan sentido.

Desde los estudios de McMillan y Chavis en 1986, sabemos que el sentido de comunidad es fundamental para el bienestar individual. La comunidad genera pertenencia, la influencia mutua, la integración de necesidades y la conexión emocional. Por esta razón, no es casualidad que los espacios donde la comunidad florece tiendan a ser también los más resilientes, los más felices y, a largo plazo, los más prósperos.

Pero no todos vivimos la comunidad de la misma manera. Como lo muestra la vida diaria, y como también advirtió Robert Putnam en su obra ‘Bowling Alone’, quienes poseen mayores recursos materiales tienden a vivir más aislados, valorando la autosuficiencia y la privacidad, mientras que en entornos más modestos, la interdependencia se convierte en estrategia de supervivencia y de vida. Donde escasean los recursos, abunda la solidaridad. Y viceversa, donde la abundancia permite prescindir del otro, muchas veces la soledad acecha.

Ambos mundos tienen lecciones que ofrecerse mutuamente. Quienes viven protegidos por el confort económico deberían aprender que el tejido humano, la red invisible de apoyo y afecto, no puede ser reemplazado por bienes o servicios. La seguridad real no está en los muros, sino en los lazos. Mientras tanto, las comunidades más frágiles también tienen algo que ganar: la visión de futuro, la planificación estratégica, la apuesta por construir no solo para el hoy, sino también para el mañana.

La sociología nos recuerda que la comunidad es un concepto que ha venido evolucionando. Émile Durkheim, en ‘La división del trabajo social’, habló de una transición: de comunidades basadas en la similitud, hacia otras donde la interdependencia entre diferentes sostiene la cohesión. Hoy, la diversidad ya no amenaza la comunidad; por el contrario, la fortalece. Pero solo si somos capaces de cultivar el respeto, la empatía y el reconocimiento mutuo.

Incluso las comunidades digitales, como las que Howard Rheingold describió en ‘The Virtual Community’, intentan replicar esos viejos rituales de pertenencia: compartir historias, crear símbolos comunes, y construir significados colectivos. Pero su fragilidad también nos advierte que, sin compromiso real, sin presencia activa, toda comunidad —física o virtual— es efímera.

La paradoja de nuestro tiempo es clara: nunca hemos tenido más formas de conectarnos, y nunca hemos estado más desconectados.

La comunidad no es algo que simplemente existe: es algo que se construye, que se alimenta, que se defiende. Es el espacio donde podemos ser más libres porque no estamos solos, donde podemos ser más fuertes porque nos sentimos apoyados, donde podemos ser más plenos porque otros celebran y sostienen nuestras vidas.

Hoy, cuando el individualismo nos tienta a creer que podemos bastarnos solos, construir comunidad es un acto consciente de supervivencia. Es reconocer que la verdadera riqueza no está en lo que poseemos, sino en los vínculos que cultivamos.

Daniel López

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