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El estornudo y la mascarilla

Hoy, sentimos que detrás de cada estornudo hay millones de pequeñas flechas mortíferas que salen disparadas a toda presión.

Eduardo José Victoria Ruiz.
Eduardo José Victoria Ruiz. | Foto: El País.

18 de may de 2025, 12:45 a. m.

Actualizado el 18 de may de 2025, 12:45 a. m.

Me pregunté muchas veces cuáles serían los grandes cambios que daría la humanidad como consecuencia de la pandemia originada por el Covid-19. Confieso que pensé que tendríamos seres humanos humildes y solidarios, ¡y zas!, nos llegó Trump. Me ilusioné con una convivencia más pacífica entre las naciones, y Putin invadió a Ucrania. Soñé con relaciones humanas más transparentes y auténticas, y nos mandaron a Benedetti. Es muy larga la lista de engendros humanos que contradicen lo que debió ser la postpandemia. Yo no iba a ser tan ingenuo de pensar en que nos convertiríamos en ángeles, pero, ¡qué cantidad de hombres lobos que caminan por el planeta dejando su rastro de dolor y perjuicio!

¿Qué huellas vemos entonces de aquel periodo? Hay dos que cada vez que me las topo no sé si reír o correr. La primera es la mascarilla, también llamada barbijo. Después de tanto tiempo de sentir la conexión entre el virus y la mascarilla, que nos privó de ver labios y sonrisas con tal de no dejarnos contagiar, el tapabocas quedó marcado como la huella de esa enfermedad. Es el uniforme a rayas de los campos de concentración o el logo de la Dian en nuestra papelera: no son presagios de buenas noticias. Por eso, así haya pasado la pandemia, ver a alguien con mascarilla es señal inequívoca de que algo no anda bien por allá. “¿Volvió el covid a esa casa?”, “¿tiene una gripa la tenaz?”.

Lo más triste es que es posible que la enmascarada sea la persona más prudente, y que con su tapabocas esté evitando contagiar ese leve síntoma gripal, pero lo que vivimos en pandemia con los enmascarados nos hace pensar lo contrario: que bajo esa mascarilla, mínimo, hay abundante mucosidad, fiebre y malestar general. Por eso, nos hacemos los locos cuando vemos una enmascarada en el supermercado o en las reuniones.

Disimuladamente, me cambio de banca en la misa y en el momento de la paz me hago el loco con la mano y envío una venia tan profunda y solemne que la envidiaría el cardenal Parolin. Y qué tal cuando la iniciativa la lleva la enmascarada, se quita sonriente el barbijo y, como si nada, nos dice: “¿No me habías reconocido? Venga un abrazo, mi viejo”, y de sobremesa nos estampa un beso en la mejilla que nosotros recibimos con respiración contenida por unos diez metros.

Otro vicio aburridor de los usuarios permanentes de los tapabocas es que no se los cambian. Esos resortes monos, color capuchino, incrementan el pánico. Más incluso que ese mismo color en las tiras del brasier, pues por lo menos en este hay algo de misterio e ilusión, de lo que carece el barbijo.

Pero si la mascarilla nos da tiempo de esquivar al portador y cambiarnos de andén o de disimular silbándole a la luna, esa posibilidad no la tenemos con la otra huella cotidiana de la pandemia: el estornudo. Hasta el 2019, a todo el que estornudaba le gritábamos alborozados: ‘¡Salud!’. Hoy hay silencio, cierto temor y eventualmente un discreto murmullo. Y cuando antaño estornudábamos dos, tres y cuatro veces, el público nos acompañaba con: ‘salud’, ‘dinero’ y ‘amor’. Los españoles: ‘salud, amor, pesetas y mujeres con muchas…’. ¡Cuán grato era estornudar antes! Hoy, sentimos que detrás de cada estornudo hay millones de pequeñas flechas mortíferas que salen disparadas a toda presión. Se acabó la alegría, y compadecemos a los alérgicos o los griposos que reproducen esos reflejos múltiples. Es tan grave la cosa, que hoy se mira peor a quien estornuda que a quien despide un gas intestinal. Es increíble cómo se invirtió el protocolo y un viento de cola de la persona que nos gusta hoy conlleva dulzura y permisividad. Cómo será que ahora es mejor llevar el flato en el apellido como Cepeda y no el estornudo como los Atchison en Norteamérica.

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