Cali
El artista del oriente de Cali al que Kendrick Lamar le compró una obra; esta es su historia
Johan Samboní se convirtió en noticia mundial cuando el cantante estadounidense compró una de sus obras. Desde su taller en Villa del Sur, transforma la piratería, los materiales de construcción y los símbolos del barrio en una estética del sur global.

12 de oct de 2025, 11:25 a. m.
Actualizado el 12 de oct de 2025, 11:25 a. m.
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La noticia se volvió viral: Kendrick Lamar, el rapero ganador del Pulitzer y la voz de Compton, había comprado una obra de un caleño.
En medio de la feria ARTBO de Bogotá, entre galerías y coleccionistas, el músico estadounidense eligió Piratas (2025), una instalación de más de 40 óleos que reproducen, uno a uno, las carátulas de los discos piratas que marcaron la infancia de Johan Samboní, un artista de Bellas Artes que aprendió a ver el mundo desde los márgenes. Nació en Cali hace 30 años, hijo de madre de Siloé y padre de Los Lagos en el Distrito de Aguablanca, con herencia de San Agustín, Huila, y ascendencia yanakuna.
“Yo me anuncio desde lo afroindígena porque por parte de mi mamá hay un componente afro. Es como se ha construido la mayor parte de la identidad de los barrios acá, con mucha migración del Cauca y del Pacífico, y en esa migración también han surgido mezclas. Me interesa reivindicarme racialmente desde esas identidades para pensar en la complejidad de todo eso. Las formas de racismo que se han dado, cómo en Colombia persiste un sistema de castas donde se aspira a más derechos entre más claro es el color de piel, son problemas de identidad que me interesan mucho”, expresa.

Durante su infancia, la familia se mudaba casi cada dos años. Vivieron en Mariano Ramos, La Unión, República de Israel, La Independencia, hasta llegar a Villa del Sur, donde hoy el segundo piso es su vivienda y el primero, su estudio. “No sé si este será mi lugar definitivo, pero está dentro del rango de lugares cercanos donde siempre he vivido”, dice, a la vez que señala en dirección simbólica hacia el Monumento a la Resistencia.
“Pienso mucho en la autonomía y en la capacidad de un pueblo para decir las cosas que quiere a través de esa monumentalidad. También en el trabajo colectivo, en los conocimientos de la construcción empleados para el arte. Me inspira toda la recursividad de la gente de este barrio, que ha armado a pulso sus casas y ha dado luchas políticas por vivienda, educación y salud. El barrio Unión de Vivienda Popular, por ejemplo, construyó sus propios hospitales y colegios”, añade.
Al entrar a la casa, la sala parece una maqueta de su mente. En la pared, un joven afro aparece a medio pintar con una camiseta de baloncesto: donde debería leerse AIR se lee IRA. La pantaloneta sigue en blanco, el piso también. A la izquierda, una estantería rosa sostiene latas, cuadernos y cintas; sobre ella cuelgan ruteros de bus con nombres conocidos: Decepaz, Manuela, Casona, Nuevo Latir, La Unión y Pto. Resistencia. A la derecha, varias hojas pegadas al muro —las reglas del taller— acompañan un tablero con herramientas: martillos, guantes, alicates, metro, reglas, nivel y una máscara para pintar. Johan Samboní se sienta ahí a conversar.

Al frente hay otra habitación que parece una carpintería, con una sierra y trozos de madera. Al lado, otra con láminas de zinc dispersas. Por el pasillo aparece una cocina casi intacta—más bodega que cocina—con una escalerita, un balón de baloncesto, productos de aseo y una mesa plegable. En un pequeño cuadro está el dibujo de un joven con la frase en su pecho: “señorx usted que es curador, cúreme esta herida colonial”.
Más al fondo, se apilan tablas en vertical, hay rollos de alambre, telas colgadas con frases—“estamos condenados a ver esta ciudad desde abajo”; “ya soy mi propio jefe, quiero ser mi propio sindicato”—y una papelera que ya no aguanta más restos de ladrillo. En el patio, una bicicleta apoyada en una banca de cemento, una moto y varias plantas completan el paisaje.
Pero su forma de creación nació mucho antes de las galerías. De niño aprendió anatomía dibujando anime y personajes de Dragon Ball Z, y más adelante, en su adolescencia, pintura al óleo viendo tutoriales de YouTube. “Casi todos venimos de una formación que no es artística especializada”.
La palabra ‘pirata’ lo acompaña desde entonces. En esos años, esa educación estética llegó en bolsas plásticas de DVD quemados que se compraban a dos mil pesos en los kioscos. “En el barrio no hay ese acceso directo al cine”, evoca.
La estrategia del caracol, Naruto, Los Simpson, La vendedora de rosas, Space Jam, Django sin cadenas, Poetic Justice —protagonizada por Janet Jackson y Tupac Shakur—, Perro come perro, Age of Empires III, Los Sims 2 y un documental sobre Manuel Quintín Lame, entre muchas otras: ese fue su archivo doméstico que se convertiría en Piratas (2025), una obra que condensó años de búsquedas y referentes.

“Yo iba en un taxi con dos amigos, cuando me llamó la coordinadora de La Cometa —recuerda—. Me dijo que Kendrick había separado la obra. Pensé que era una recocha. Luego me confirmaron que la había comprado”.
El rapero se iba a llevar a Estados Unidos un testimonio del oriente de Cali. Pero Samboní lo cuenta sin alarde: “Uno no trabaja pensando en eso. Cuando pasa, uno se sorprende mucho. Pues es muy feliz porque iba a ir después al concierto, que se terminó cancelando”.
Y es que la conexión entre Cali y Compton atraviesa su arte. De ambos lados hay casas autoconstruidas, vigilancia policial, jóvenes racializados y una cultura que convierte la precariedad en estética.
“Existe un diálogo entre esa periferia de Los Ángeles con Compton y la periferia de acá, con el Distrito de Aguablanca. Se han nutrido mucho, creo que de ida y vuelta, porque Los Ángeles es una ciudad con una cultura muy latina, pero nosotros también hemos visto el mundo a través de Hollywood. En ese sentido, también nos ha llegado toda esa representación de la realidad, esas luchas políticas desde lo afro allá, el rap que es muy influyente para nosotros acá. Y por eso es muy chévere que se cierre ese circuito”, manifiesta.
Esa conexión también se nota en la manera en que se toman prestados esos referentes del norte. “Yo creo que Colombia tiene unas falencias muy fuertes en cuanto al racismo, a pesar de que se niega un montón. Es muy difícil encontrar representaciones de personas afro poderosas, con dinero, y eso genera una aspiración. Desde los barrios, ver esas cadenas, esa presencia, es impactante”, agrega.
Aunque él admite que no habla inglés, los videoclips y las portadas de los discos comunican otra cosa: un lenguaje de gestos, ropa y actitud. En esos símbolos se reconoce una forma posible de existir. “Vos estás en el gueto, en un hueco, y estás viendo qué se pone el basquetbolista, el rapero, el cantante. En esa lógica aparece la piratería: una manera de acceder a eso que parece lejano”.
El videojuego fue otra escuela. Johan creció jugando GTA: San Andreas —ambientado en California— en los “posetiaderos” donde se alquilaba el PlayStation 2 por horas. Kendrick creció en Compton, una ciudad marcada por las pandillas y los beats. “Yo jugaba San Andreas en 2008, cuatro años después de que salió. Me cuesta imaginar que en 2004 existiera un juego así, y eso es parte de lo que abordo en mi trabajo: esa anacronía que hay en el acceso a la tecnología”, explica.
En sus cuadros y esculturas, las figuras afro del común y las ruinas del cemento también se entrelazan. En su serie Hechizo, los materiales reciclados de construcción funcionan como píxeles físicos: fragmentos con los que se renderiza un territorio.

Esa misma idea se materializó en Techo, una obra que hace parte de su exposición en la galería La Cometa. Se trata de una escultura sonora en forma de gorra —o techo, como se le conoce coloquialmente— construida con varilla de acero y láminas de zinc, el mismo material con el que se cubren las casas del oriente de Cali.
“Está la idea de ponerse en los zapatos del otro, pero en este caso es ponerse en la gorra”, detalla Johan. Una de ellas está intervenida con personajes de los Looney Tunes y se conecta a un parlante que reproduce salsa, hip-hop, cumbias amazónicas y canciones del grupo local Rap Zona Marginal.
“Pensé en cómo sería el monumento de Jairo Varela si estuviera en el oriente“, comenta. La instalación permite que el espectador entre en la estructura y escuche la música. “Recoge todas esas sonoridades del barrio, que es lo que se escucha los fines de semana a todo volumen”.

En otra pared del taller, un tablero de madera lleva por título Proyectos 2025. Allí aparece el dibujo de la instalación de las gorras y una frase pensada para hacerse en neón: “Vamos a ser tan lámparas que cuando cerrés los ojos, nos vas a seguir viendo”. También figuran sus planes de participación en la Bienal Internacional de Arte de Antioquia y Medellín (BIAM) y otros proyectos que, por ahora, será mejor no adelantar.
Los ladrillos, uno de sus materiales más constantes, aparecieron por casualidad: “Los primeros estaban abandonados en la terraza de esta casa y los comencé a tallar. Hice unos retratos que prácticamente eran anónimos, y los rasgos iban saliendo según el ladrillo, porque como es tan frágil, te va dando las formas”.
Johan lleva el pelo rizado con visos dorados, a veces bajo una gorra con Bugs Bunny, Marvin el Marciano o el Demonio de Tasmania. Puede aparecer en bermuda azul y una jersey de fútbol americano de los Ravens; su cuerpo también cita la cultura que lo formó.

“No sé si soy tan disciplinado, pero estoy muy obsesionado con el hacer”, recalca. “Me agoto muy rápido de cualquier cosa repetitiva. Hay momentos en los que puedo estar dándole a una pintura y en dos horas ya me aburrí, entonces paso a los ladrillos, luego a los dibujos. Me gusta trabajar distensionado. Soy muy distraído y utilizo eso para el trabajo, para poder conectar varias cosas”, reconoce.
“En este momento estoy tratando de tener un momento de descanso, en no estar en la lógica de producir y producir, sino de crear. Crear tiene otras complejidades, sobre todo a la hora de abordar los temas de los que uno habla. Si me siento en un lugar a decir: ‘voy a hacer esta frase’, no me sale. Eso me aparece distraído: mientras hago un dibujo se me ocurre una escultura, y mientras trabajo una escultura se me ocurre un video. Estoy intentando que se asiente todo ese ritmo rápido que venía trayendo para que comiencen a aparecer otra vez ideas frescas”, comenta, levantándose de la silla desde la que hablaba para abrir la puerta y dejar pasar a un grupo de tres personas que llegan a entrevistarlo para televisión.
Al pedirle unas palabras para quienes lo leen, Samboní no romantiza la dificultad, pero tampoco la esquiva: “No soy muy partidario de los mensajes de superación o de que todo se logra echándole ganas. Creo que he sido afortunado. Conozco muchos artistas, amigos que no viven de esto, pero que hacen trabajos que para mí son impresionantes y logran conectar de muchas otras formas que yo todavía no”.
La obra que compró Kendrick Lamar
Piratas (2025) es una serie compuesta originalmente por 49 óleos sobre papel, cada uno de 21 × 14 cm, montados en un mueble de madera reciclada que sirve como soporte expositivo del conjunto.
Piratas recrea las carátulas de películas, discos y videojuegos que circularon en el mercado informal durante la juventud del artista. Más que un homenaje nostálgico, es una reflexión crítica sobre cómo las clases populares accedieron y reinterpretaron los productos culturales del “norte global” a través de circuitos no oficiales.
Con el tiempo, algunas piezas individuales se vendieron por separado, antes de la llegada de Kendrick Lamar. Cuando el rapero realizó su compra, ya no estaba disponible la lámina que mostraba su propio rostro, pues había sido adquirida previamente.
Lamar compró las más de cuarenta piezas restantes de Piratas durante ARTBO Bogotá 2025, poco antes de que se anunciara la cancelación de su concierto programado para el sábado 27 de septiembre en el escenario Vive Claro, suspendido por problemas de permisos y documentación técnica.
La noticia de Piratas viajando a manos de Kendrick lo puso en el ojo público. El concierto del rapero se canceló y Johan se quedó con las ganas de verlo; aun así, fue él quien terminó ganando algo más que un titular: la confirmación de que una periferia puede leer y conmover a otra. Cali y Compton comparten materiales y cicatrices.
Kendrick Lamar hizo historia en 2018 al convertirse en el primer artista no clásico ni de jazz en ganar un Premio Pulitzer. Su álbum DAMN. fue reconocido como una “colección virtuosa de canciones, unificada por su autenticidad vernácula y dinamismo rítmico, que ofrece conmovedoras viñetas que capturan la complejidad de la vida afroamericana moderna”.
En cierto modo, Piratas y DAMN. dialogan: ambos toman lo cotidiano, lo que el sistema considera periférico, y lo elevan a obra; creatividad con lo que hay.
Al despedirnos, afuera pasa un carro que compra chatarra y electrodomésticos antiguos. La cultura pirata que moldeó a Johan sigue rodando por el barrio.
Periodista web en elpais.com.co, comunicador social y periodista, con énfasis en reportería para distintas fuentes de información.