Columnistas
Ver a los hijos volar
Nunca me he sentido muy materna que digamos, nunca me sentí atravesada por la urgencia de fabricar mi propio yogur. He sido libre, para nunca pedirle me pague de vuelta.
Lucas quiere aprender griego antiguo. Lucas estudia latín con fruición. Un día, Lucas dice que, cuando grande, quiere ser director del Centre Pompidou, en París. Me mandó una foto desde allí durante su viaje de grado, pues prefirió ir a presentar en examen de admisión a la escuela del Louvre que acudir al plan de playa y licor.
Pero es que él nació de 300 años, no es nuevo su aplomo ni fue forjado en mil disciplinas o influenciado a través de su crianza; simplemente así venía, con sueños de aprender todas las lenguas, con ganas de ir a la ópera y al teatro y a los recitales de jazz y a los museos.
Con pocos meses ya prefería los restaurantes libaneses y franceses, el pulpo y los sabores robustos, y, en cambio, lloraba en la piscina de pelotas de colores de la heladería, como si no perteneciera allí, a ese ecosistema de niños que gritaban enloquecidos de azúcar.
Me anunció, siendo muy pequeño, lo que sería: soltero. “Nunca te daré nietos y debes aceptarlo”, me dijo con la gravedad de un monje de cuatro años, y disertaba sobre las diferencias entre Jesucristo y Buda, para concluir: “prefiero a Jesús que a Sidharta Gautama”, -¿por qué?, Lucas- “porque para Buda el deseo es origen del sufrimiento y yo creo, como Jesús, que se pueden desear cosas buenas”.
Otro día frente a la taza de chocolate caliente, dijo: “Dios es como este humo, no lo puedo ver, pero lo puedo sentir”, y hace poco que le expresé mi preocupación por el calentamiento global y el planeta, me dijo “del Big Bang venimos, y al Universo que es nuestra casa volveremos, si un día no viajamos en esta nave que es la Tierra, si un día no somos terrícolas, igual seguiremos siendo la forma en que el universo se experimenta a sí mismo”.
Lucas me trajo este regalo: las cartas de Marina Abramovic que, según él, ayudan a meditar para resetear el alma. O recordar que la vida también es juego y performance.
Nunca me he sentido muy materna que digamos, nunca me sentí atravesada por la urgencia de fabricar mi propio yogur. He sido libre, para nunca pedirle me pague de vuelta. Mi pago es el deleite de verlo volar.