Columnistas
Napoleón, el pequeño
Sobre Napoleón, que seduce porque la historia universal es la de las guerras y las conquistas, se han escrito decenas de libros, y solo de Cristo se han hecho más películas.
Solo 15 años pasaron entre el nombramiento de Napoleón como Primer Cónsul y la batalla de Waterloo, en 1815. Fue lo que duró ese imperio. No hay trazas en la historia universal de alguno que haya durado menos.
Al final, luego de haber conquistado y perdido toda Europa y de cinco millones de muertos, Francia quedó relegada a las fronteras que tenía antes de la revolución de 1789. La revolución se hace acabar la monarquía y cortarles la cabeza a Luis XVI y a María Antonieta, su esposa, hija del Emperador de Austria.
Diez años después, Napoleón se proclama Emperador y se casa con María Luisa, hija del Emperador de Austria. Se crea una nueva nobleza, la Nobleza de Imperio, y la modesta familia Bonaparte, que viene de Córcega y no habla francés, y todos sus generales, se convierten en príncipes y reyes, en una orgía de gastos extravagantes y nepotismo, que era lo que había ocasionado la revolución. O sea, que el balance de toda esa historia militar y política queda en ceros.
A Napoleón III, grandote y apuesto, presunto hijo de Luis Bonaparte el hermano pequeño, feo y enfermo, y Hortensia Beauharnais, hija de Josefina, bella y casquivana, que no se parecía para nada a su padre, le decían Napoleón, el pequeño, porque elegido Emperador, como su tío, no conquistó nada. Pero presidió sobre el auge industrial francés, sobre su imperio colonial y construyó el París que hoy admiramos. Perdió, como su tío, el trono en una batalla, la de Sedán en 1870, derrotado por los prusianos, como su tío. Pero fue un constructor, no un destructor. No se justifica ese calificativo descalificador. De pronto, para efectos prácticos y físicos, el grande fue él.
Sobre Napoleón, que seduce porque la historia universal es la de las guerras y las conquistas, se han escrito decenas de libros, y solo de Cristo se han hecho más películas. La última, de Ridley Scott, que costó 200 millones de dólares y tiene dos versiones, una de dos horas y media y otra de cuatro, es un intento sin pies ni cabeza de contar toda esa historia de un tirón.
El problema de la película es su guion. Es como si hubiera sido filmada para un público de historiadores que conociera el origen y el desarrollo de los tremendos acontecimientos protagonizados por el Gran Corso. La película pasa de un episodio a otro, sin un hilo, sin una somera explicación de lo que sucede en los vacíos que no se cuentan.
Toda película histórica se hace para entretener. Así que el director puede tomarse las licencias que quiera: inventar personajes secundarios, conversaciones imaginarias y si tiene un interés político, ensalzar o denostar de su protagonista, que de ambas clases ha habido. Lo que no puede es contar una historia a saltos, y presentarla como una gran epopeya. Scott sacrifica los hechos a los efectos cinematográficos y despacha en minutos, con escenas memorables, las dos grandes batallas napoleónicas, la de Austerlitz, que lo hace amo de Europa y la de Waterloo que lo desaparece del mapa político, sin que nos enteremos porque suceden esos hechos.
Para no mencionar los que ignora. No menciona la campaña de Italia, cuyo triunfo consolida su carrera política, ni la de España, que lo arruina, ni la batalla de Leipzig, que marca su final. Una colcha de retazos aburrida e incoherente donde Napoleón es una marioneta a merced de las circunstancias (y de josefina) ante un público que de ese modo no lo conocerá nunca.