Columnistas
La pregunta
El Gobierno y el Congreso están a tiempo de construir con el sector privado una reforma que mejore de manera razonable las condiciones laborales sin destruir empleo
¿Para qué la reforma laboral? ¿Para mejorar las condiciones de los que están empleados formalmente? ¿Para fortalecer el movimiento sindical? ¿Para impulsar dinámicas que generen empleo y riqueza, aprovechar el potencial laboral desperdiciado, reducir la informalidad en el trabajo? ¿Para que más colombianos tengan acceso a unos mínimos de seguridad social? Son preguntas que debemos hacernos todos y no solo el Congreso.
Según el Dane, de 50,7 millones de habitantes la población en edad de trabajar son 39,2 millones, de los cuales 14,2 millones están fuera de la Fuerza de Trabajo; 69% de ellos son mujeres que no buscan trabajo o saben que la rigidez del sistema no se lo facilitaría. Y hacen parte de la Fuerza de Trabajo (Población Económicamente Activa) 25 millones, de los cuales 2,9 millones están desocupados y 22 ocupados y de estos, 12,7 son informales y 9,3 son formales.
En pocas palabras, sólo 23,5% de quienes por edad deberían estar trabajando lo hacen de manera formal, el resto, 76,5%, no busca empleo porque sabe que no lo conseguiría, lo busca y no lo logra (los desempleados) o deriva su ingreso de una actividad informal. La lógica indica que sin perjuicio de mejorar las condiciones laborales de quienes están empleados, cerrar esa brecha abismal, económica y social, debería ser una prioridad.
No pareciera ser así. El Reporte de Mercado de abril (No. 26) del Banco de la República alerta que la reforma laboral radicada incrementaría el costo laboral promedio de tal manera que podría traducirse en una reducción de 454.000 empleos en los siguientes años, además de reducir en 2,1% la tasa de empleo formal. Es decir, destruiría empleo y acrecentaría la informalidad en el trabajo. No cerraría la brecha sino, que la ahondaría.
El Observatorio Laboral de la Javeriana recuerda que el mayor empleador del país son microempresas y que estas, que representan el 93% de las compañías registradas, y sus trabajadores, son los más vulnerables; es más probable que una empresa mediana o grande asimile costos laborales adicionales. Dice también, que los sectores más frágiles son el de comercio, turismo, pesca y ganadería, impactando en particular a las mujeres.
Cuando un estudio contradice una decisión tomada, aunque absurda, se le cuestiona. A ningún gobierno le gusta que las cifras lo desmientan, más si debilita el discurso oficial. Pero, no es fácil asimilar que un gobierno de izquierda ponga en riesgo el empleo más vulnerable, la pequeña empresa y a sectores que dice querer impulsar. Se le dispara al mensajero en vez de preguntarse sobre la conveniencia y oportunidad de la propuesta.
La reforma se discute en una coyuntura de estancamiento y desaceleración económica, cuando se empieza a sentir el impacto de la tributaria, prevalece la incertidumbre sobre varias iniciativas de ley en capilla y no pocas políticas carecen de claridad. Y cuando la tasa de desempleo es del 11%. De ahí la pertinencia de no desestimar las dudas y de no forzar un proyecto a todas luces inconveniente, más allá de las motivaciones políticas.
La Ministra de Trabajo dijo desde el inicio que la reforma sería fruto de la concertación y ha fomentado espacios para escuchar opiniones. Algunos actores, sin embargo, echan de menos que sus inquietudes y lo acordado a la fecha no haya sido tenido en cuenta. El Gobierno y el Congreso están a tiempo de construir con el sector privado una reforma que mejore de manera razonable las condiciones laborales sin destruir empleo: sin condenar al país a una mayor inactividad económica, informalidad, desempleo, y pobreza. Ojalá así sea.