Columnista
La mala ortografía de la izquierda
Lo que se ve es una administración descoordinada, contradictoria, plagada de discursos huecos y con una pérdida acelerada de confianza en la palabra presidencial.

Álvaro Benedetti
28 de abr de 2025, 02:22 a. m.
Actualizado el 28 de abr de 2025, 02:22 a. m.
Se vuelve casi anecdótico —y para algunos hasta risible— el espectáculo diario de errores ortográficos en los trinos presidenciales. Puede parecer trivial, pero esa desprolijidad comunica más de lo que aparenta y revela una forma de gobernar que desprecia el rigor, la preparación y el respeto institucional. No se juzga aquí a la persona ni su vida privada —ámbito donde es fácil caer, casi siempre sin pruebas, para deslegitimar lo político con lo íntimo—, sino a su figura pública y a la degradación progresiva de la dignidad presidencial.
La izquierda que hoy gobierna alardea de haber llegado al poder tras siglos de exclusión, como si alcanzar el cargo fuese el gran triunfo y el mero hecho de haberlo conseguido, bastaran para legitimar su errático actuar. Sin embargo, la retórica de la victoria histórica se desmorona cuando la gestión exhibe improvisación, soberbia y, en no pocos casos, negligencia. ¿De verdad esperaron dos siglos para entregar este resultado?
Basta escuchar a algunos ministros y congresistas oficialistas —desde el ministro del Interior y su par de Salud hasta figuras como Alfredo Mondragón o la señora Pizarro— para constatar un lenguaje que, más que convocar, confronta, y más que orientar, insulta. ¿Qué puede construirse desde ahí? ¿Dónde quedó el ejemplo de Carlos Gaviria, Antonio Navarro y otros dignos oradores de este espectro político, que lucían lúcidos y serenos en la alta marea del otrora oficialismo?
El gabinete, sencillamente, da pena. La mayoría de sus miembros carecía de experiencia ejecutiva antes de asumir sus cargos, y muchos llegaron por lealtad política o afinidad ideológica, no por mérito. En lugar de convocar al mejor talento —que lo hay, y en abundancia—, el gobierno prefirió aferrarse al eterno reparto de cuotas, como si el clientelismo fuera virtud revolucionaria. ¿Cómo explicar que, en medio de múltiples crisis, tantos profesionales valiosos permanezcan al margen mientras otros, sin credenciales ni trayectoria, toman decisiones que afectan a millones?
No se trata, sin embargo, de idealizar el pasado. Aunque, salvo episodios como el recordado “le doy en la cara, marica” y varias muestras de histeria, el lenguaje del poder conservaba cierta solemnidad; al menos mantenía las formas. ¿De qué sirvió? Tal vez de poco. Tal vez esa fachada a blanco y negro solo acumuló hartazgos hasta abrir paso a una política más colorida, popular y veraz de lo que somos, pero también más vulgar, menos seria y profundamente irresponsable.
Y así estamos: con pena ajena, desazón e impotencia, ad-portas de cuatro años más perdidos. Una paradoja amarga, con visos de derecha autoritaria más que de reformismo democrático. Lo que se ve es una administración descoordinada, contradictoria, plagada de discursos huecos y con una pérdida acelerada de confianza en la palabra presidencial.
La pregunta incómoda es si quienes votaron por el cambio se sienten representados por este estilo de gobierno. ¿Este es el rumbo que soñaban? ¿Es este el país que pensaban construir?
Las izquierdas son necesarias en cualquier democracia, pero no hay liderazgo sin forma. No hay proyecto de país que se sostenga sobre el caos discursivo, el atajo populista o la división permanente entre ‘ellos’ y ‘nosotros’. Metidos de lleno en la campaña, lo que se perfila es más una pelea callejera que una deliberación democrática, un griterío entre bandos que ya ni siquiera se escuchan.
Álvaro Benedetti
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