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Epifanía de la gratitud: cuando la música se hace Acción de Gracias

Es el momento en que el arte se convierte en plegaria compartida, donde el gozo se hace comunidad y la belleza se vuelve gratitud encarnada.

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Rodrigo Obonaga Pineda.
Rodrigo Obonaga Pineda. | Foto: El País.

26 de nov de 2025, 02:31 a. m.

Actualizado el 26 de nov de 2025, 02:31 a. m.

La experiencia musical es, en sí misma, una bendición. Se nos concede el don que permite agradecer cuando nuestra percepción está afinada en lo más íntimo del alma, pues cada nota llega como una comunión serena y una fuente inagotable de asombro. La acción de gracias, como epifanía gozosa, nos permite apreciar el talento de cada compositor, que, como acto de amor profundo, nos deleita y se revela como un don orquestado y deliberado en sí mismo.

El oratorio, el Mesías, es, en esencia, un himno al agradecimiento: gratitud por la luz que vence a la oscuridad, por la esperanza que renace aún en medio del dolor, por la promesa de que lo divino habita en lo humano. Escuchar su ‘Hallelujah’ es ser testigo de una humanidad reconciliada consigo misma, que canta no para pedir, sino para agradecer. Es el momento en que el arte se convierte en plegaria compartida, donde el gozo se hace comunidad y la belleza se vuelve gratitud encarnada.

El Te Deum es, en cierto modo, el Thanksgiving de la música sacra: una liturgia de gratitud que trasciende la confesión religiosa y se abre a todo corazón dispuesto a agradecer. En sus notas, la humanidad entera parece reunirse para pronunciar un único ‘gracias’ al misterio de existir. No es solo oración: es un abrazo que une lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno. Allí, el sonido se hace gratitud pura, y el canto se convierte en un acto de comunión universal.

En este día consagrado a la gratitud, la música se revela como el lenguaje más puro del agradecer. Cada gesto, cada encuentro, cada respiración puede convertirse en un Te Deum interior: un canto silencioso que conecta lo divino y lo humano. La belleza se despliega en la percepción y en la relación, y la gratitud, como la armonía, se enriquece cuando se comparte.

Así, la acción de gracias se convierte en epifanía: reconocer la vida como don y responder a ella con plena presencia y asombro. En cada nota, en cada silencio, la existencia nos susurra: agradece, y permite que tu espíritu se exprese.

La gratitud se vuelve ternura pura en la mano milagrosa de Mozart. Sonatas, conciertos, divertimentos y sinfonías revelan la claridad de lo inevitablemente bello. En la Gran Partita K. 361 —especialmente en el Adagio— asistimos a la revelación de lo perfecto. Mozart no solo agradece la vida: la celebra.

La gratitud se vuelve más urgente cuando la sombra nos ha lacerado. Entonces, la música se convierte en liberación: transforma la herida en sentido. Beethoven lo comprendió tras su enfermedad, cuando el dolor se hizo luz. En su Heiliger Dankgesang, (canto de agradecimiento) del Cuarteto Op. 132, la gratitud emerge como revelación: el canto sereno de quien, tras el sufrimiento, vuelve a ver la vida como don.

Chopin, por su parte, nos ofrece la gratitud nacida de la herida. Cuando su piano poético se eleva en los nocturnos, no nos sentimos solos en la soledad. Él transforma la pena en confidencia universal y nos dice que el dolor también puede ser bello, que sentir no es caer, que incluso la tristeza tiene su resplandor. Agradecemos a Chopin no porque nos consuele, sino porque nos acompaña: toma nuestra mano en la noche y susurra con dulzura sin artificio: No temas. Tu alma también canta.

Chopin, por su parte, nos ofrece la gratitud nacida de la herida. Cuando su piano poético se eleva en los nocturnos, no nos sentimos solos en la soledad. Él transforma la pena en confidencia universal y nos dice que el dolor también puede ser bello, que sentir no es caer, que incluso la tristeza tiene su resplandor. Agradecemos a Chopin no porque nos consuele, sino porque nos acompaña: toma nuestra mano en la noche y susurra con dulzura sin artificio: No temas. Tu alma también canta.

Pero no toda gratitud es solemnidad: también puede reposar sobre lo doméstico y lo cotidiano. Cuando Telemann despliega su Tafelmusik —la célebre Música de Mesa— la belleza desciende con humildad para ennoblecer el pan, el vino y la conversación. Es música pensada para los convivios y las celebraciones, música que invita a la interacción de voz a voz, de persona a persona. Telemann nos enseña que agradecer no requiere altares: basta una mesa, un gesto, una compañía. La música bien-dice: nos ayuda a parlar, a conversar con hondura, convirtiendo el instante sencillo en un acto de amor.

En este día consagrado a la gratitud, la música se vuelve el lenguaje más puro del agradecer. Más allá del rito o la costumbre, la verdadera acción de gracias nace de la presencia: de escuchar, de atender, de reconocer lo recibido. Cada nota, cada silencio, cada respiración compartida, dice gracias al misterio que nos sostiene.

La experiencia musical es, en sí misma, una bendición. Cuando el alma se afina en su interior más profundo, cada sonido se convierte en comunión y asombro. Así, la acción de gracias se hace epifanía: el arte de percibir la belleza como don, y de responder a la vida con gratitud.

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