Columnistas
Debilitamiento silencioso
El optimismo parece ingenuidad, la curiosidad una inmadurez. Se aplaude la desconfianza y se desprecia el asombro.

Álvaro Benedetti
15 de abr de 2025, 02:09 p. m.
Actualizado el 15 de abr de 2025, 02:09 p. m.
No hará falta un gran colapso. No veremos tanques en las calles ni discursos totalitarios en cadena nacional. El debilitamiento de nuestras democracias no se da con estruendos, sino como una erosión suave, casi imperceptible. Un desgaste cultural que va horadando, poco a poco, nuestra capacidad de pensar, imaginar y convivir. La amenaza más inquietante de nuestro tiempo no es la inteligencia artificial ni los algoritmos que nos espían, sino una humanidad que pierde, sin notarlo, las condiciones necesarias para gobernarse con lucidez.
Orwell lo advirtió sin ambages en 1984: no siempre hace falta represión violenta para someter a una sociedad; basta con distorsionar el lenguaje, confundir la verdad y anestesiar la capacidad de pensar. Hoy, esa distorsión opera de formas más sutiles, pero igual de efectivas. Se normaliza la distracción, no como un accidente cultural, sino como una estrategia eficaz. Vivimos con la atención fragmentada, sumergidos en una catarata de contenidos triviales que impide el silencio, ese espacio incómodo, pero fértil, donde brotan la imaginación y el pensamiento crítico.
El relativismo posmoderno ha hecho de la verdad una mercancía intercambiable. Todo parece ser ‘una opinión más’, incluso aquello que contradice hechos verificables. Pensar con rigor se percibe como arrogancia elitista, y así, el debate público se vuelve un ruido estéril. Colombia no es ajena a esta deriva: la polarización que atraviesa nuestro país ha degradado la confianza ciudadana, y el discurso político privilegia la confrontación sobre la evidencia. El resultado es una sociedad más ruidosa, pero menos reflexiva.
A escala global, reina la gratificación instantánea. Lo inmediato se impone como valor supremo, relegando la paciencia y la planificación al olvido. Lo vimos en la guerra arancelaria entre Estados Unidos y China, donde decisiones apresuradas con fines políticos inmediatos trastocaron cadenas de valor enteras. En ese afán de inmediatez, los impactos duraderos son ignorados, y la economía se transforma en un juego de corto plazo.
A la par, hemos redefinido nuestra identidad a partir de métricas externas: seguidores, ‘likes’, puntuaciones. En esta economía de la atención, valores como la integridad, la bondad o el carácter se ven desplazados por una necesidad constante de validación. Todos, en mayor o menor medida, caemos en ese juego. El vacío existencial se disfraza de hiperconectividad. Hablamos más, pero escuchamos menos. Comentamos más, pero conversamos menos.
Y en este clima, el cinismo se celebra. El optimismo parece ingenuidad, la curiosidad una inmadurez. Se aplaude la desconfianza y se desprecia el asombro. Todo se ironiza, nada se cree. El fracaso se castiga, pero la responsabilidad se esquiva. Siempre hay un otro culpable: el sistema, el jefe, el algoritmo.
Más grave aún, el lenguaje ha sido vaciado de sentido. Se ha vuelto emocional, ambiguo, políticamente calculado. Así, conceptos como virtud, deber o sacrificio resultan casi impronunciables. Se multiplican las opciones, pero se diluye el propósito. La libertad, sin dirección, se convierte en un desierto.
La verdadera amenaza no es la tecnología, sino una sociedad que renuncia a pensar. Recuperar el rumbo exige menos ruido y más profundidad: leer con calma, hablar con propósito, volver al asombro. Reaprender a pensar no es ingenuo; es una forma de resistencia. Tal vez sea mucho pedir, pero en tiempos como estos, es urgente.
Álvaro Benedetti
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