cultura
Gardeazábal celebrará sus 80 años el 31 de octubre: lectura de un grande de la literatura colombiana
Abrimos las páginas de la vida de Gustavo Álvarez Gardeazábal, cuya obra ha sido llevada al cine varias veces y quien será homenajeado en la Feria Internacional del Libro de Cali.
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19 de oct de 2025, 08:48 p. m.
Actualizado el 19 de oct de 2025, 08:48 p. m.
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El escritor vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal sumará ocho décadas de vida el próximo 31 de octubre —no es brujo, pero le llaman El Oráculo de El Porce—, con una memoria sorprendente, actividad intelectual diaria con sus 2600 contactos de whatsapp, a quienes, sin falta, les envía sus crónicas, y una irreverencia incurable, al igual que muchos males que aquejan su cuerpo y que enumera, sin reparo, como si se tratara de sus exitosas obras literarias:
“El frío de esta mañana me tiene la voz agrietada. Tengo problemas en una pierna. Cuando no es por la circulación, es por la rodilla —y camino todos los días una hora—, pero tengo unas dietas decretadas por mí. Fui quitando lo que me hacía daño y coincide con lo que la dietista y el médico me formulan; tengo dieta para el hígado, dieta para el corazón, dieta para los divertículos; no como nada. Ir a Cali para mí es como un viaje transatlántico y tengo que entrar en ayuno porque la comida ajena me da cólico”.
De madre liberal, padre conservador y abuelo librero, Gustavo salió escritor. “Una de las razones por las que lo soy es por haber nacido en el hogar donde nací y haber sido criado de esa forma. Mi madre había heredado de mi abuelo, que era el librero de Tuluá, un método de lectura y un conocimiento humanístico; ella se graduó de bachiller en la década del 30, que ya era demasiado mérito, se fue a estudiar a la Acción Católica a Bogotá, pese a ser de una familia pobre, porque un librero en Tuluá, una ciudad en la que, de 10.000 habitantes, 1000 sabían leer, no me explico cómo no se moría de hambre, y montó una imprenta”, relata el autor de Dabeiba, Cóndores No Entierran Todos los Días, El Último Gamonal, El Divino, La Boba y El Buda y Comandante Paraíso, entre otras.
Fue gracias a esa formación de lectura, y a esa información permanente, que recibió de niño, “aunque recortada y censurada para no ir a asustar al muchacho”, que Gardeazábal forjó su propio criterio. También le agradece este hombre, que no cree en pecados, a las madres franciscanas por “enseñarme la disciplina, alentarme la imaginación y darme el trato que me impedía golpear a los otros, porque yo fui un niño problema, incluso para mi madre. Ella, en su vejez, antes de perder la razón, me comentaba que yo no preguntaba, yo afirmaba”.
Lector precoz, siendo muy niño, en una tabla de una cama y con un carbón vegetal, aprendió las primeras letras. “Me tiraba al suelo a emular a mi padre leyendo periódicos, que en ese tiempo desteñían, yo quedaba con los codos negros”. Años después escribiría desnudo sus exitosas novelas, llevadas a la televisión y al cine.
Quienes mejor lo conocen lo definen como personaje de sus novelas, ¿se siente así?
Pues como yo soy el que me los invento (ríe como niño).
¿Por qué tardó tanto en escribir El Papagayo Tocaba Violín, siendo su autobiografía?
Cuando fui a escribirla, me encontré con un trabajo investigativo muy arduo, pasé once años averiguando en notarías y en archivos, por ‘FamilySearch’, leyendo en hemerotecas, investigando donde más se podía, y supe que el personaje importante no era yo, sino mis dos familias, no solo había leyendas, sino que podía inventar lo que quisiera y deformar, así tres cuartas partes de ambas familias ahora no me hayan vuelto a hablar, pese a que saben que están deformadas las acciones y el pasado que ellos no vivieron, porque esta novela comienza en 1850 y termina el 2 de febrero de 1949; están las culturas paisa y vallecaucana ensambladas. Eso les permitía tapar, modificar la verdad, aparentar, jugar a lo que no eran o inventárselo.
No podía enredarla como Cien Años de Soledad, la obra maestra de mi generación; había que hacer una estructura lo más ingeniosa, y parece que resultó. El éxito de la novela lo nota uno no solo en las estadísticas de Mundo Libre y de las librerías, sino por las reacciones que ahora se tienen y que antes no había, y a través del internet.
¿Qué halló en esa búsqueda familiar que le sorprendiera?
Todo era novelable, uno cada vez se sorprende menos, sobre todo cuando se ha tenido una formación o disciplina para actuar y leer, y un gozo infinito, porque yo he gozado en las buenas y en las malas, le he sacado jugo a todo y me he sobrepuesto a todos los obstáculos y al garrote recibido, que ha sido bastante. Esas ganas de gozármela me permiten que no me sorprenda lo que descubro, más bien me despierta interés.
Viendo sus fotos familiares, uno constata lo que ha dicho en entrevistas de su paso por el colegio salesiano: “Era el menor de la clase, inteligente y bonito, y todos me querían comer”...
Así era. Además, en ese colegio me tararon, así como recibí una educación magnífica con las franciscanas, hoy entiendo que esos estorbos al actuar o las pendejadas que hice me vienen de esta formación salesiana ‘posfachista’. Viendo las fotografías, yo era muy bonito y, en un colegio de guaches, lo mínimo era que me quisieran comer.

¿Ha sufrido mucho por amor?
El amor que no se sufre no es amor; el amor que se exagera indica debilidad y al que lo hace sufrir mucho es frustración.
Nunca se escondió en el closet...
Nunca tuve que salir de ningún closet. Imagínese en un colegio de esos que uno se levantaba en primero de bachillerato cuando el maestro decía: “!A ver, Álvarez!, ¿qué opina de tal cosa?”, y toda la clase era: ¡Sss uch!... haciendo gestos de esa naturaleza, uno tenía que advertir en qué plano estaba y cuánto podía estorbar. La única manera de manejar los problemas era cogiendo al toro por los cachos: “A ver, pues, qué es lo que quieren”, y como no me ha faltado entereza desde muy niño...
¿Cómo fue su relación con sus hermanos?
Yo soy cabeza de familia y tenía que cumplir una misión: a la muerte de mi padre, asumir el manejo de sus bienes, sostener hasta el final a mi madre y lo hice bastante bien y lo entregué hace catorce años. Hasta ahí llegó mi relación familiar. El resto, lo que exista, puede ser gratitud o mala interpretación, no me devuelvo ni tampoco avanzo. Ya llegué a una edad en que uno debe saber dónde es que se debe quedar.
¿Por qué se inclinó por estudiar ingeniería química?
Porque mi papá, quien se autoformó, no tuvo sino hasta segundo de primaria. En esas montañas de Guadalupe, en la vereda de Malabrigo, siempre nos dijo: “El que cultiva la tierra está condenado a ser pobre”, sin embargo, gracias al cultivo de la tierra, pude educarme y viajar porque él nos dio con qué y tuve una vida cómoda. Dentro de ese criterio, la responsabilidad empieza a autoprotegerse.
¿Fue en la universidad que se graduó en rebeldía, cuando se enfrentó al rector?
No, no, no. Yo organicé la primera huelga en el colegio salesiano en 1960, contra el profesor de química, el señor Pisciotti, un hermano salesiano que no llegó a ser cura. Fui capaz de camuflar una grabadora de casete grandote, de rodillo, con libros, para grabarle la clase y acusarlo de mal profesor y de ni siquiera saber leer, y lo logré. Es que tenerme a mí de alumno debe haber sido tan difícil como ha sido para los médicos tenerme de paciente, porque yo leo mucho, me entero y me imagino lo demás.
¿Y qué pasó con Piedra Pintada, su escrito en contra de monseñor Félix Henao Botero?
Mi padre —Evergisto Álvarez Restrepo— me dio la orden: “Con el campo, nada; tiene que estudiar ingeniería química. Y me fui a la Bolivariana, de Medellín. Ahí no empaté, pero me sirvió para estar en ese mundo católico, paisa, como era o es, no sé, la Universidad Pontificia Bolivariana. Ahí nació Piedra Pintada, que yo creía que era novela, pero es un panfleto. El señor Henao era grandote y usaba una banda roja, le puse ‘El cacique banda roja’ y repartí el escrito en la puerta de la universidad. ¡Tenían todo el derecho de echarme!
¿Ese suceso lo motivó a estudiar letras?
Eso me da el salto, para dolor de mi padre; yo era su esperanza, el más rápido, seguramente. Él me dio responsabilidades del manejo de sus fincas desde muy niño. A los 9 años me tocaba organizar las planillas a mano y con máquina sumadora de palanca; teníamos un trapiche panelero grande, en inmediaciones de Tuluá, y todos los viernes me recogía el carro a la salida del colegio y me estaba hasta la una o dos de la madrugada haciendo cuentas. Al día siguiente, cuando ya se sabía el total, mi padre sacaba la plata y me tocaba enchusparla en sobrecitos en los que daban el pago semanal. Yo contabilizaba las vacas, los empleados y las mulas de la arriería.

¿A su padre no le hizo tanta gracia que usted fuera escritor?
No, pues debió haberse hecho esperanzas con que yo iba a conseguir plata, y me meto yo en la profesión del abuelo, que vendía libros en una ciudad que no leía sino el diez por ciento. Pero fue muy alcahueta conmigo, respetó mi decisión y me pagó la edición de Piedra Pintada.
¿Y en la Univalle siguió con ese espíritu contestatario?
Mucho más. Yo soy el testigo histórico de un momento que los historiadores, por tener A o B ideologías, no contaron. Yo cuento la parte A y B: fui líder estudiantil, hice parte del consejo directivo de la FUV, cometí errores, tuve aciertos y pude adivinar para dónde iban las cosas y adelantarme, por eso me llaman gurú desde muy chico.

¿Por qué nace Cóndores No Entierran Todos los Días?
Porque nací en Tuluá, viví allí desde 1946, inicialmente me llevan a Medellín, porque mi padre enfermó y mi abuelo me cría de los 5 meses a los 22. Un humanista como él criando un muchacho, porque mi madre se pasaba todo el día en el hospital cuidando a mi padre. Viví en Tuluá hasta 1963, en plena violencia, con todos los mitos, personajes, realidades que había a la mano. Ahí comienza ‘Cóndores’, una novela que 55 años después se sigue leyendo en ese tono. Indudablemente acerté, porque el mejor juez de la literatura es el tiempo.
***Una pregunta final
Ya tiene listo su epitafio: “Cóndores no entierran todos los días”, dispuso que lo sepulten de pie, en su escultura en el cementerio de Medellín, al lado de Jorge Isaacs y Carrasquilla, ¿Por qué?
Por la misma razón que Jorge Isaacs, porque aquí (en el Valle) he recibido mucho palo. Y cada que voy a Medellón visito mi tumba, pero me causa una sensación extraña porque siempre veo que le han puesto flores y eso significa que o quieren que me muera rápido, o que no muera”...
Así como el autor de María, Jorge Isaacs, Gardeazábal pidió ser sepultado en Medellín. “El maltrato que he recibido aquí, era para que me hubiera ido hace rato”.
Isabel Peláez. Escribo, luego existo. Relatora de historias, sueños y personajes. Editora de cultura, entretenimiento y edición de contenidos digitales.