Colombia
¿Cómo es hacer un año rural como médico en Colombia? Conozca las historias de miedo y lucha que hay detrás de cada bata
Cuatro profesionales de la salud le contaron a El País los obstáculos que tuvieron que enfrentar durante su primer año de ejercicio clínico. La Fundación Amigos cuida de ellos.

11 de jul de 2025, 06:59 p. m.
Actualizado el 11 de jul de 2025, 07:51 p. m.
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“Cada viaje del Presidente a las instalaciones militares de Arauca empoderaba a los soldados, pero los grupos al margen de ley protestaban volando las torres de energía. Entonces, en completa oscuridad, yo tomaba mi linterna y caminaba sola hacia la luz protectora del hospital, porque prefería dormir, sin sábanas ni almohada, en algún rincón vacío, entre los pitos de las máquinas de urgencias y el bullicio, porque al menos allí había planta eléctrica o, quizás, porque, si me pasaba algo, no soportaría estar sola. El miedo a morir sola, superaba el miedo a la muerte misma”.

Dos décadas después, las imágenes de aquellos meses siguen asaltando cada noche el sueño de Sofía*: “Me dijeron que me tocaba hacerle autopsias a un camión lleno de guerrilleros dados de baja en combate. Llegué como quien va a cumplir con el corazón endurecido para lograr sobrevivir, pero, al abrir la puerta, mis ojos se posaron en las botas del primer guerrillero, que eran demasiado pequeñas para pertenecer a un adulto... Con la mirada recorrí de manera ascendente el cuerpo hasta llegar a su cara, solo para confirmar que era simplemente un niño; y, más allá de mis ojos vidriosos, lo imaginé sin uniforme ni botas, en tenis y con un balón...”.
Ese día, 16 cuerpos sin nombre me hicieron una marca indeleble en el alma, dice.
Pero es que ni siquiera en su último día como médica rural hubo una tregua para la joven: “Uno de los múltiples carros bomba que nos pusieron explotó en la parte posterior del hospital; prácticamente todo el personal llegó en estampida, alertado por el estruendo de la detonación; no había tiempo de llorar: atendimos 33 heridos, muchos de los cuales no sobrevivieron...”.
Como muchos otros recién egresados de los pregrados de salud, Sofía había decidido irse a una “zona roja” del país para capitalizarse y poder pagar después su especialización como médica familiar.

Pero otro de los días en los que alcanzó a pensar que no viviría para ello sucedió cuando, con engaños, el encargado del hospital le dio la orden de “ir a la sabana a encargarse de una brigada de salud”.
“Estuve retenida allá haciendo consulta a 30 personas de un grupo paramilitar. El conductor me advirtió que iba a encontrar mucho estrés postraumático, porque acababan de asesinar a una gran cantidad de gente del pueblo. Los habían degollado en una cancha de baloncesto, porque eran colaboradores de la guerrilla, así que mi espacio de consulta se convirtió en algo así como un lugar donde la gente llegaba a llorar; estaban desnutridos, no había comida”.
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“¡Merizalde, siempre lo mismo!”. Eso fue lo que le respondió una funcionaria de la Secretaría de Salud del Valle del Cauca cuando Lucía* presentó su carta de renuncia a la vacante como médica rural que ella misma había solicitado meses atrás.
Ya había sido difícil llegar, casi un mes antes, a trabajar en un hospital que no contaba con agua potable y en el que ella no tenía un mínimo espacio para dormir, excepto un consultorio en un pabellón que habían adecuado en la época del covid, y en el que terminó acomodándose un par de días.
Su verdadera tragedia comenzó cuando al centro asistencial arribó un paciente que se amputó el pie izquierdo con una mina antipersona.
De inmediato, Lucía recordó la advertencia que le habían hecho los pobladores de esa zona del Pacífico: ‘Acá no preguntamos usted qué hace, qué le pasó, porque son integrantes de grupos armados...’.
“Yo lo recibo junto con las enfermeras y lo estabilizamos, pero había que llevarlo a Buenaventura, en la ambulancia, que era una lancha. Voy a urgencias y regreso al consultorio a hacer la historia clínica y se me acerca un muchacho y me pregunta qué voy a hacer con el paciente. Le explico que necesita un acompañante, porque lo van a operar en el hospital de Buenaventura y le pido que firme los protocolos”, cuenta la médica que ahora trabaja lejos de allí.
“En eso el muchacho me dice: ‘doctora, le mandan a decir que, cuando llegue a Buenaventura, usted no puede decir lo que él estaba haciendo ni lo que le pasó. Tiene que decir que él tuvo un accidente en una lancha”.
Ante la premura de zarpar antes de que subiera la marea, ella dijo: ‘Sí, tranquilo’. Ya en Buenaventura, otro hombre le quiso pagar por el servicio.
“Yo le explico que soy médica rural, que mi salario me lo da el Gobierno, pero él me pide que haga una nota de voz, no sé a quién, explicando lo qué pasaba con el paciente, e insiste en que le dé mi número. Luego, una de las enfermeras me dice: ‘Doctora, van a llamar a la Policía’”.

Fue cuando Lucía entró en pánico, al recordar la advertencia que le habían hecho y al caer en cuenta que el hombre tenía su contacto telefónico.
“Hable con el paciente, dígale que tiene que dar otra versión, porque ustedes viven allá, con los grupos armados, y si se dan cuenta de que usted dijo la verdad, puede haber represalias”, le aconsejó una de las enfermeras.
Ya de noche, dejando al paciente en el hospital, la médica, muy nerviosa, se fue a un hotel y durante toda la noche caviló sobre lo que podría suceder a su regreso a Merizalde. Al final, llamó a su familia y la petición de su mamá fue una sola: que renunciara.
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Tatiana* se graduó de una universidad pública y sentía la obligación ética de devolverle al Estado el privilegio de ser médica. Por eso, tras recurrir a un familiar, logró que un político le consiguiera una plaza para su año rural en un pueblo de Santander.
Prefiere no mencionar su nombre, porque es una zona de fuerte influencia paramilitar y “porque la vereda es conocida porque allí ocurrió una gran matanza”. Sin embargo, las penurias de esta médica no se originaron solamente en el conflicto armado. Para el comienzo de los años dos mil, la corrupción también dominada en el territorio.
“El rural que me entregó el cargo me advirtió que el director del hospital robaba bastante, no solamente con cosas del hospital, sino que pedía mucha plata prestada y nunca la devolvía. La modalidad que tenía era que decía ‘ya mañana pagamos, porque se demoraban a veces uno o dos meses en pagar, ‘présteme hasta mañana’, y deba a entender que sí iba a pagar. En eso cayeron una y otra enfermera auxiliar, una niña de los tintos, y cuando pagaban el sueldo, decía: ‘ya tiene plata, ya no necesita que yo le pague’, dando a entender que gracias a él comíamos”.
Cuenta que a ella también la acosaba, diciéndole frases como ‘usted no tiene hijos, no tiene que gastar la plata en nada, ¿por qué no me puede prestar?’ y que incluso llegó a tener una deuda inmensa en una tienda del pueblo, “porque tenía doble cuenta, la personal y la del hospital, y pagaba solo la del hospital”.
Así que la recién profesional, por recomendación de su papá, se inventó que había tenido que tomar un crédito del Icetex para poder estudiar y que toda la plata la destinaba a pagar la deuda.
“Escuché cuando a una bacterióloga le dijo: ‘pórtese bien, présteme plata, y le doy más trabajo’. Hacía muchos chanchullos, sobre todo con los materiales. Las rurales de odontología sufrían mucho con el famoso director, porque les compraba los peores insumos y a los pobres campesinos se les caían las calzas ahí mismo, cuando se las estaban poniendo”.
Pero el riesgo generado por el funcionario corrupto llegaba más lejos: “Me tocaba reusar suturas, a pesar de que ahora son de un solo uso por aquello del riesgo del VIH; me tocaba hacerlo con lo que llaman una viuda, que es una aguja que se enhebra y la volvían guardar. La limpiaban, pero uno sabe que eso no sirve para nada”, explica.
Ante la gravedad de la situación, un profesor le regaló unas cajas vencidas: ‘Prefiero que suture con suturas vencidas que con suturas usadas, porque la gente puede morir por esto’.

Con rabia y decepción, Tatiana también recuerda haber visto a enfermeras falsificando firmas y papeles para ‘aumentar’ la productividad del hospital y que les dieran más presupuesto.
“Ponían más pacientes de los que tenían y falsificaban nombres de gente. No sé cómo conseguían esos nombres y esas cédulas, pero era parte de su labor, si querían comer”, comenta quien una vez tuvo que ir a los bares del pueblo a pedir plata para reunir lo necesario para pagar la gasolina de la ambulancia, puesto que el director se negó a autorizar el traslado de una paciente siquiátrica a un hospital especializado en otra ciudad.
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“Lo más difícil del rural fue no contar con experiencia. Es lo que a uno más lo atormenta, no tener a quién llamar, a quién dirigirse. Personalmente fue bastante duro y exigente, porque la disponibilidad era todo el día, los siete días de la semana”, dice Julián*, quien trabajó su primer año como médico en un municipio del Valle del Cauca.
Dice que le costaba tener que desplazarse a lugares desconocidos a expedir certificados de defunción, así como tener que asumir las funciones de un médico legista ante casos de abuso sexual. De hecho, años después, ha sido requerido en dos ocasiones por la Fiscalía para que dé cuenta de algunos casos.
“Me tocó en una zona naranja y muchas veces el servicio se veía truncado por la presencia de grupos armados cerca de las veredas. Aunque no sufrí amenazas directas, si llegaba gente que hacía comentarios muy pesados, como ‘si algo le pasa a mi familiar, usted va a ser el responsable’”, indica el joven profesional.
Y entonces viene a su mente una ocasión en la que estaba en el puesto de salud de un corregimiento y desde un lugar ubicado a tres horas de allí empezaron a llegar guerrilleros heridos.
“Lo que uno hace con esos pacientes es sacarlos como atención vital, para no meterse en problemas. Trasladarlos a un sitio donde les puedan ofrecer un mejor servicio. Usted ya sabe lo que hay que ponerle al paciente, medicamentos y todo, pero no cuenta con recursos, solo cuenta con uno o dos antibióticos”, asegura el profesional.
Y reitera que el principal problema de los médicos rurales es que “uno está maniatado a tener que derivar todo a los mayores niveles de atención, porque no se cuenta ni con el personal, porque, por ejemplo, para una reanimación completa se necesitan de cuatro a cinco personas y a veces solo habíamos dos de turno”.
*Nombres cambiados por solicitud de los entrevistados.
Olga Lucía Criollo es comunicadora social y magister en sociología de la Universidad del Valle, con más de 30 años de experiencia en el periodismo y 10 en docencia.