Columnistas
Viaje a la imprenta
Para nosotros, los latinoamericanos, ese primer artilugio de impresión sobrevive. Está en Querétaro, México, en el Munag, Museo Nacional de las Artes Gráficas.
Hace 90 años, Rafael Jiménez Diles, farmaceuta por estricta decisión de su padre, abrió la primera puerta a lo que hoy es la Feria del Libro de Madrid.
En ‘Rafael Giménez Siles, un agitador cultural’, biografía escrita por Ana Martínez Rus, editorial Renacimiento, ella lo saca del cuasi anonimato. Jiménez Diles fue aquel hombre que supo escapar, porque no era lo suyo, al mostrador de recetas para dedicar la vida a las letras en papel y, antes que nada, a la lucha por la libertad de expresión.
Gritos del silencio que por estos días visten de libros las largas arboledas del paraíso verde y amplio que es El Retiro, ese más que un parque de la capital española.
El retrato de miles y miles de lectores que llegan a la caza de un texto y, cuando hay suerte, de la firma del autor, obliga a preguntar por la salud de la industria editorial. Muchos coinciden en que quizá, como pocas veces, es la mejor.
Y también para recordar a quienes, hace siglos, dieron esos primeros pasos de la humanidad para caminar al lado de los libros. A ellos, precursores del más grande invento del hombre, algo así les debe resultar el mejor hecho a contar.
Estén donde estén, como protagonistas y testigos que fueron de una historia fascinante que comenzó con la imprenta, la caja mágica desde donde se siguen haciendo los libros, claro está, con procesos cada vez más inteligentes y refinados.
Para nosotros, los latinoamericanos, ese primer artilugio de impresión sobrevive. Está en Querétaro, México, en el Munag, Museo Nacional de las Artes Gráficas.
¿Cómo nos llegó aquella imprenta en 1539 a Tenochtitlán? Ese es otro capítulo que desconocemos de una heredad que tiene muchas caras. Las conquistas no son del todo buenas, las conquistas no son del todo malas. Más bien si las asumimos como el encuentro y, a la vez, choque entre diferentes culturas, podremos entender su auténtico valor.
La llamada imprenta de Juan Pablos, tal cual se le identifica, es la suma infinita de fichas de un rompecabezas que vale la pena intentar armar. Incluye gentes de las más diversas procedencias y condiciones sociales.
Las hay de lo que hoy es Alemania, descendientes directos del saber que le permitió a Johannes Gutenberg dar semejante regalo a humanidad.
Y se encuentra uno en la recolección de datos con seres fascinantes en Italia, cuando aún no era Italia. Seres de almas aventureras que envidiaría el genovés Cristóbal Colón.
E, incluso, hay algún obispo vasco y feroz inquisidor, que así hubiera quedado relegado en las memorias de la época, de no ser porque se le ocurrió imponer su dogma a punta de textos entre los aborígenes de la llamada Nueva España (en parte, el actual México). Imagino que con el viejo método aquel de la letra (en este caso la religión) con sangre entra.
Pero si hay rostros que sirvan para contar este cuento, son los de aquellos a quienes encomendaron la tarea de poner a andar la máquina en esta parte del mundo.
Imaginaría uno que los patrocinadores de semejante gesta buscaron entre los más cultos a atrevidos dispuestos a jugarse la vida en un viaje a merced de la suerte y las tempestades. Amén de llegar, no en procura de Eldorado sino de publicar en un lugar donde lo único que no había era lectores.
No, la tarea, por diversas razones, se la encomendaron a cuatro iletrados. Y, para no dejar esto en suspenso, sepan que se convirtieron,en pioneros y expertos. Montados en eso que Querétaro guarda con tanto celo y devoción: la imprenta de Juan Pablos, auténtica joya y corona del saber.