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Piedras

Lo cierto es que establecí comunicación con cada una de estas ‘naturalezas muertas’, algo me dijeron y por ello las eché al bolsillo con la esperanza de tener un diálogo permanente con ellas.

Medardo Arias Satizábal
Medardo Arias Satizábal | Foto: El País

26 de jun de 2025, 03:11 a. m.

Actualizado el 26 de jun de 2025, 03:11 a. m.

¿Qué energía secreta esconden las piedras?

Pronto voy a cumplir 70 años y reconozco que he pasado parte de mi vida recogiendo guijarros, piedras, trozos de rocas que tienen en su vientre colores azafranados, azules, ambarinos.

No puedo recordar cuándo recogí una piedra por primera vez, pero sé que fue del lecho de un río, de uno de los tantos ríos que circundan al puerto y donde íbamos de paseo para ver las sardinas con los ojos abiertos en los fondos donde era preciso encontrar pequeños túneles que se abrían a otros misterios.

Sabaletas, Córdoba, Potedó, San Marcos, Anchicayá -donde casi pierdo la vida- son nombres que regresan con ruido de corrientes y también con la calina que bajaba en las tardes hecha neblina en la hora de los adioses.

Lo primero fue hace brincar las piedras entre las aguas; debían escogerse las planas, las mismas que podían ir por el río como Jesús, caminante entre las ondas, sin hundirse, hasta alcanzar la otra orilla.

Entre las bruñidas, advertí un crucifijo en una tarde por una calle de Cali. Va conmigo.

Otra, semeja la preñez de una mujer sentada, y preside el balcón de mi ordenador junto a un gallo de jade, un pequeño rey de bronce armado para la guerra, un velero con sus mástiles en derrota, un dragón, una efigie del apóstol Santiago con el zurrón al piso, dos dados que marcan el año de mi nacimiento, una serpiente descabezada, un elefante con gualdrapas de fiesta, regalo de mi hija Mariana cuando tenía tres años -las orejas van aparte porque se pueden ensamblar-, y una medalla de chocolate con la efigie de Alfred Nobel, traída desde Estocolmo por mi amigo Nino García. Que no se haya derretido con el calor, es un misterio.

Cuando regresé de Estados Unidos hace 15 años, las piedras fueron un menaje especial; puedo reconocer el origen de cada una de ellas, los nombres de los ríos o las calles donde las recogí.

Hay una especial, azul, que encontré a la entrada del campus de Trinity College, y otra hecha de una arena que brilla como escapada de las estrellas. La hallé en la playa de Rocky Neck, tanto como otra que me recuerda los días de la pasión, cuando entré en un río helado en Canadá.

Lo cierto es que establecí comunicación con cada una de estas ‘naturalezas muertas’, algo me dijeron y por ello las eché al bolsillo con la esperanza de tener un diálogo permanente con ellas.

Algunas, transparentes como cuarzos, semejan las lágrimas petrificadas de algún profeta. Otras, llaman con sus mensajes de fuego desde el metal apagado de sus pequeños volúmenes fugitivos de algún ignoto aerolito.

Tengo una piedra que, estoy seguro, en mil años será un diamante. Fulge desde su centro con un brillo que es posible advertir en la oscuridad.

Fue el cascajo sonriente en lo alto de una peña ribereña, quizá en el Pance de hace cuarenta años cuando el agua corría por el valle, brotaba de la tierra y hacía surcos cristalinos para el que quisiera beberla.

Algunos coleccionan sellos de correo, gallos, monedas. Yo colecciono piedras, porque además nunca me he sentido libre de pecado. Ahí les tiro las primeras, nada silentes, todas con ánima.

Medardo Arias Satizábal, periodista, novelista, poeta. En 1982 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría Mejor Investigación. En tres ocasiones fue honrado con el Premio Alfonso Bonilla Aragón de la Alcaldía de Cali. Es Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia, 1987, y en 2017 recibió el Premio Internacional de Literaturas Africanas en Madrid, España.

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