Columnistas
La cumbia
En su coreografía es evidente la matriz española y más concretamente la contradanza, la versión peninsular de la contredanse francesa del siglo XVIII, que pronto se propagó por los dominios caribeños del imperio español.
El miércoles tuve la suerte de asistir a una demostración del arte de La Palma Africana, la Escuela de danza de Barranquilla, que me dio mucha luz sobre el origen de la cumbia. Hasta cuando los vi bailar en una de las salas de actos de La Parcería de Madrid, pensaba que este baile, el más universal de todos los generados en Colombia, tenía origen africano.
Pero después de verlos, a ellas con sus coloridos trajes de amplias faldas que les llegan hasta el suelo y a ellos vestidos enteramente de blanco, con sus pañuelos rojos y sus sombreros costeños, caí en la cuenta que ese origen tiene que ser matizado. Sobre todo, cuando se tiene delante una interpretación tan clásica, tan ortodoxa, de este baile y esta música excepcionales como la ofrecida en esta ocasión por los barranquilleros.
La cumbia es africana, pero no solo africana. En su coreografía es evidente la matriz española y más concretamente la contradanza, la versión peninsular de la contredanse francesa del siglo XVIII, que pronto se propagó por los dominios caribeños del imperio español. En Cuba la apropiación y reelaboración de este modelo dio lugar al danzón y en Cartagena de Indias a la cumbia. Y en ambos tuvo un papel decisivo el legado cultural africano. Que se nota en el empleo de los tambores, que imponen el ritmo que tensa la muy medida coreografía heredada de la contradanza y le da esa sonoridad grave que tan bien contrasta con la aguda de la gaita o de la flauta. Las maracas acentúan el sesgo aborigen.
El entusiasmo que me produjo el espectáculo me alcanzó hasta el punto de imaginar cómo fue que nació la cumbia en la Cartagena dieciochesca. Cuando en las alegres festividades de los cabildos afros, hubo músicos y bailarines que decidieron apropiarse del baile que por entonces estaban de moda en los salones palaciegos, donde se divertían los funcionarios coloniales, los traficantes de esclavos y los ricos comerciantes peninsulares e interpretarlo a su manera.
Lo hicieron en los barracones y en las calles y plazas sin empedrado del barrio de Getsemaní, vistiendo sus mejores galas e iluminándose con antorchas o velones a falta de las lámparas que iluminaban los salones de sus amos. Fue y es un ejemplo muy notable de lo que Fernando Ortiz llamó la transculturación. Que aún sigue, como lo demuestran las originales transformaciones que durante el último medio siglo ha experimentado la cumbia desde México hasta la Argentina.
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