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La Bogotá que yo amé

Bogotá tenía entonces unos 400 mil habitantes. Era una ciudad gris de cielo plomizo. La clase alta vestía con elegantes trajes negros, y el pueblo soberano lucía ruanas que lo protegían del inclemente clima...

27 de marzo de 2025 Por: Jorge Restrepo Potes
Jorge Restrepo Potes
Jorge Restrepo Potes | Foto: El País

Fue como si me hubieran pasado un cubo de hielo desde la nuca hasta donde la espalda pierde posición social, cuando mi papá en un almuerzo familiar dijo que yo iría a estudiar bachillerato en el Gimnasio Moderno de Bogotá, al que había logrado matricularme gracias a los buenos oficios del doctor Carlos Lleras Restrepo, miembro del Consejo Superior del claustro. ¿Y dónde voy a vivir?, pregunté. Respondió: interno, y que la próxima semana me llevaría a conocerlo.

Yo era entonces un chico de 11 años, hijo único de joven pareja, y nieto de abuelos paternos con los que compartíamos ‘La María’, casa que Benjamín Restrepo y Alicia White habían construido a principios del Siglo XX. Desde luego, era un niño ‘consentido’ y sobreprotegido porque al primer estornudo mi mamá llamaba el médico.

El Gimnasio me pareció bellísimo, similar a los institutos británicos que yo veía en el cine, con extensas zonas verdes, llenas de árboles y jardines. Hasta cancha de fútbol tenía.

En el edificio principal estaban la rectoría, las oficinas administrativas, el teatro y la biblioteca. Dos amplias construcciones albergaban la primaria y el bachillerato, y unas lindas casitas eran donde los párvulos aprendían a leer y escribir. El internado era dirigido por el catedrático alemán Ernesto Bein, a quien había que llamar ‘El prof’.

Regresamos a Tuluá y yo creí que eso de Bogotá no llegaría nunca, pero llegó, como el vencimiento de las deudas, y en febrero de 1947, antes de cumplir los 12, me subieron al autoferro y en El Guabito al avión de Avianca, que una hora después, bastante movida, aterrizó en Techo. Ahí vi que la vaina era en serio.

La primera noche en el internado fue dura porque el frío resistía a la gruesa cobija, y a las 6:00 de la mañana ‘El prof’ nos hacía levantar y el agua helada de la ducha hería el cuerpo como espinas, pues no había caliente.

Al iniciar las clases noté que los condiscípulos bogotanos tenían un idioma diferente al mío. A la sandía le decían patilla; al zapallo, ahuyama; al mojojoy, chiza; al entredía, onces, y al manjarblanco, arequipe. A ese lenguaje extraño tenía que agregar el de los muchachos internos provenientes de la Costa Caribe, que soltaban unas palabras que yo presumía groseras, por el tono con el que salían de sus bocas.

Bogotá tenía entonces unos 400 mil habitantes. Era una ciudad gris de cielo plomizo. La clase alta vestía con elegantes trajes negros, y el pueblo soberano lucía ruanas que lo protegían del inclemente clima, pues siempre llovía a cántaros.

Con el correr de los días, empecé a cogerle gusto a la capital. Había 15 salas de cine, algunas preciosas, como ‘San Jorge’ y ‘Aladino’. Yo que ya era cinéfilo, compraba El Tiempo para enterarme de las películas que vería el fin de semana al salir del internado. Me fascinaban, también, los elegantes salones de té como el Belalcázar, y el Monteblanco.

Llegó la violencia al país, y Bogotá no escapó de la orgía de sangre. El 9 de abril de 1948 fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán al salir de su oficina. Aquella tarde, el pueblo bogotano, furioso por la muerte del líder, incendió varios edificios públicos y saqueó numerosos locales comerciales.

Fue muy triste para mí ver a Bogotá como si le hubiera caído una bomba como las que se veían en las películas de la Segunda Guerra Mundial, pero al igual que el Ave Fénix, renació de sus cenizas.

Esa fue la Bogotá que yo amé, y a la que agradezco esos años en que fui muy feliz.

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