Columnistas
Barro, deuda y futuro
Aquí el campesino es alguien a quien se auxilia, no con quien se construye. Receptor de subsidios, pero no sujeto de política.

19 de may de 2025, 01:33 a. m.
Actualizado el 19 de may de 2025, 01:33 a. m.
El campo es un lugar al que todos juran volver, pero casi nadie llega. Se lo invoca en discursos como si fuera una patria lejana y prometida, donde aún habita la esencia nacional, el paisaje intacto, la gente buena. Pero entre lo que se dice del campo y lo que realmente se hace por él, hay una distancia tan larga y pedregosa como las trochas que lo cruzan.
Uno quisiera creer que este país está listo para discutir en serio el trabajo rural. Pero bastó asomarse al debate de la reforma laboral para entender que no. Falta lenguaje, mirada y sensibilidad para hablar del campo sin reducirlo a consigna o estadística. Las voces que más ruido hacen repiten discursos vacíos, sin propuestas. Se divorcia lo productivo de lo ambiental, como si fueran excluyentes. Así, se improvisa desde la ciudad sobre un país que se habita, pero no se entiende.
El Estado lo ha observado siempre con una mezcla de romanticismo y lástima. A veces como despensa, otras como escenario del conflicto. El fallecido profesor Mauricio Uribe, que comprendió como pocos la anatomía de esta exclusión, habló de un ‘sesgo anticampesino’: un reflejo cultural que relega al habitante rural a un papel menor en la historia nacional. No por malicia, sino por costumbre. Aquí el campesino es alguien a quien se auxilia, no con quien se construye. Receptor de subsidios, pero no sujeto de política.
Emprender en el campo sigue siendo una proeza, e invertir recursos públicos no ha sido el tema. El crédito no comprende los ciclos de la tierra. La asistencia técnica llega tarde, si llega. Las vías terciarias se disuelven con las lluvias. El internet apenas alcanza a ser promesa en muchos corregimientos —o ‘centros poblados’—. Y transformar lo que se cultiva —agregar valor, exportar, asociarse— depende más de milagros locales que de estrategias nacionales.
Lo que duele no es solo lo que falta, sino lo que sobra de indiferencia. En Nariño, la Asociación Gran Jardín de la Sierra impulsa un modelo indígena de desarrollo sostenible. En el Eje Cafetero, jóvenes emprenden con el respaldo del programa ‘Idéate Café’. En Santander, Asomalb ha fortalecido ingresos a partir del cultivo de mora. Estos, y unos pocos esfuerzos más, son pruebas vivas de lo que sí funciona. Pero esas luces, valiosas y posibles, aún son islas en un océano de abandono.
El problema es que no hay quien las conecte. No basta con más inversión —aunque falta, y mucha—. Hace falta representación. No esa que se reparte como cuota simbólica, sino la que se ejerce con legitimidad, compromiso y conocimiento. Subrayo: conocimiento. Representar al campo no es hablar por él; es garantizar que tenga voz, que esa voz resuene, y que su resonancia incida.
Colombia tiene en su ruralidad no una deuda nostálgica, sino una promesa concreta. Requiere tecnocracia sin prejuicios, políticas serias, articulación sostenida. Valerosa como siempre la voluntad privada y el combativo espíritu comunitario, pero los años de promesas incumplidas demuestran que este y anteriores gobiernos no han encontrado ni a la gente ni la ruta para liderar su transformación. Hablan del campo como si supieran dónde queda. Pero la verdad es que siguen extraviados en la ciudad.
Consultor internacional, estructurador de proyectos y líder de la firma BAC Consulting. Analista político, profesor universitario.