Columnistas
¡A descapotar el matorral!
Las orejas, la nariz, las cejas se fueron poblando como iglúes. Traté de podarlos hasta que pedí cita en la peluquería y me enfrenté al doloroso tratamiento de cera.
Hace un par de años nos reunimos un grupo de amigos para acompañar a uno de ellos, cincuentón avanzado, a quien se le había acabado su matrimonio. En medio de las voces de consuelo y de ánimo, Ana María, una de las ‘psicólogas’ del grupo, le dijo con su dureza característica: “Bueno, y ahora que va a buscar novia, lo primero que tiene que hacer es descapotar el matorral”. Él, humildemente, le recordó que en la separación de bienes, como casi siempre sucede, a ella le tocó la finquita, luego sería a ella a quien le correspondería limpiar el bosque. “No, hombre”, reviró Ana María, yo no hablo de fincas, sino del matorral que los de tu generación tienen entre piernas. ¡Con esa melena, ninguna niña joven se te apuntará!”.
Ante la mirada atónita del amigo, todos coincidimos que esa era otra de las nuevas tendencias que inevitablemente hay que incorporar en nuestras costumbres. Igual que nos sucedió con los novios de las hijas, empijamados en nuestra casa el día menos pensado, para pasar la noche con una naturalidad que asimilamos calladitos. Yo recuerdo que mi señora pasó saliva gruesa cuando nuestro hijo llevó su novia a nuestra casa de campo en Calima. Nada que hacer, bienvenida ella. El jueves siguiente la niña llegó con su pijama a nuestra casa de Cali. Mi señora me dijo que ella se hacía la loca en Calima, pero que no le parecía en Cali. Con la serenidad oriental de Kung Fu, me limité a decir: “No encuentro diferencia entre tirar rural y tirar urbano. Deje así”.
Pero uniendo las historias, mi hijo en compensación me había regalado una rasuradora, para que su papá “mantuviera el monte bajito”, costumbre que procuro en contravía de mi urólogo, el doctor Aluma, que prefiere tijeras, instrumento que me da susto en esa zona tan llena de elementos cariñosos y recuerdos imborrables. Hace unos días noté que me estaban saliendo bellos por muchas partes del cráneo y para colmo de males, blancos y rebeldes, como los guerrilleros del IRA en Irlanda. Las orejas, la nariz, las cejas se fueron poblando como iglúes. Traté de podarlos hasta que pedí cita en la peluquería y me enfrenté al doloroso tratamiento de cera. En la intimidad del cubículo recordé la charla de Ana María sobre el descapote del matorral y entrevisté a la esteticista. He ido dos veces en el último mes, no para que me traten el pubis, sino la cabeza, pero a oír cómo le va a quienes se depilan el abdomen y su vecindad. La cantidad es grande (de gente y de pelo).
Las preferencias están en rasurada tipo bebé o Kojak, es decir, zona relucientemente lisa. Otros optan por vello muy bajo, casi como la barba de los vaqueros del oeste, donde la piel se muestra en medio del pasto incipiente, y finalmente hay quienes prefieren hacerse mejoras en medio del abundante crespero. Según la raza, estos pubis se pueden parecer a la cabeza del Pibe Valderrama y las más oscuras a la de Umaña o Cuadrado. La coloración también se usa y alguna quedan como la cabeza de Maluma. Nadie quiere tener esa zona como la cabeza de Petro, despelucada y con calva traicionera que se destapa en los peores momentos. En octubre, muchas se hicieron corazones. Sin duda estos arreglos tienen que ver con el gusto de sus parejas. Las gringas son buenas clientas, pues les parece muy barata la poda. Ellas llegan con un ‘rainforest’ y salen con llanuras. Lo más doloroso es la cera en la cola. Sin duda es para sexualidad sin-cera.
¿Qué pasó con el amigo separado? Le pregunté hace poco si se había descapotado el matorral. Me dijo que sí, que la fachada le había quedado regia, pero que ahora está nervioso es con el funcionamiento del elevador. Le aconsejé que fuera a la esteticista y que le ponga un pino navideño. Con bolas y todo.