Colombia
A 40 años de la tragedia de Armero: los rescatistas que alzaron al pueblo del barro
Hace 40 años, la erupción del Nevado del Ruiz sepultó a Armero y dejó 23 mil muertos. Los rescatistas de Cali y otras ciudades recuerdan la fuerza, el dolor y las decisiones límite en un operativo improvisado para salvar lo que quedaba de vida. Crónica de quienes se negaron a que el pueblo se apagara.
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9 de nov de 2025, 03:58 p. m.
Actualizado el 9 de nov de 2025, 03:58 p. m.
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Colgado en un helicóptero, sostenido por un arnés que se balanceaba sobre el vacío, Néstor Marino Sarria, voluntario de la Cruz Roja, ayudó a rescatar de entre el barro aún caliente a 376 sobrevivientes de la tragedia de Armero.
– Los pilotos de la Fuerza Aérea nos sostenían en el aire mientras hacíamos la maniobra. Yo tenía un arnés del que, a su vez, colgaban otros cuatro arneses para amarrar a los sobrevivientes. Con mis compañeros nos pusimos de acuerdo: cada que nos acercábamos a una persona enterrada en el barro, la levantábamos desde el aire y, si salía completa, la atábamos al arnés. Si no salía completa, no podíamos hacer nada porque por la fuerza del helicóptero al elevarse la podía partir. Mis pesadillas no eran las personas que rescaté: eran las caras de quienes se quedaban mirándome aprisionados entre el barro, esperando.
A las tres de la madrugada del 13 de noviembre de 1985 el Nevado del Ruiz rompió su silencio. Una avalancha de lodo hirviente y piedras bajó por el río Lagunilla y sepultó a Armero, un pueblo entero que dormía. Se estima que murieron 23 mil personas, en un municipio de 29 mil habitantes. Los rescatistas de Cali fueron de los primeros en llegar.

Aquella noche, Néstor se encontraba en el estadio El Campín de Bogotá viendo un partido entre Millonarios y Deportivo Cali. Aún desconoce quién dio la alerta, pero le pidieron que se desplazara a Armero “porque algo grave puede ocurrir”. Su conocimiento como paracaidista, un oficio que aprendió en el Ejército, resultaba imprescindible ante un volcán a punto de estallar. La avalancha podría bloquear las vías de acceso terrestre.
Néstor se desplazó a la sede de la Cruz Roja de la capital. A la institución ingresó a finales de los años 60, en Cali, y, en 1971, sin cumplir la mayoría de edad, fue elegido como el director de emergencias para los Juegos Panamericanos. Néstor no lo duda: el origen de la fuerza de rescate que llegó a Armero desde Cali fue aquel evento deportivo que partió la historia de la ciudad en dos.
– La Cruz Roja de Cali, como cuerpo de socorro, nació con los Juegos Panamericanos. Todo empezó cuando un grupo de muchachos de estrato alto nos formamos como instructores de primeros auxilios. Éramos ocho, todavía en el bachillerato. Pero pronto entendimos que se necesitaba más gente y una estructura para atender los Juegos. Empezamos a formar células en colegios y organizamos un grupo de 360 voluntarios, de todos los estratos sociales. Nos entrenábamos atendiendo a quienes subían al cerro de las Tres Cruces. Allá tocaba coser heridas y curar raspaduras con merthiolate, que ardía tanto que era como ver al diablo en calzoncillos. Diseñamos protocolos de atención médica para deportistas y aficionados, avalados por el Hospital Departamental, y hasta definimos qué debía llevar un botiquín. Ese trabajo tuvo un impacto enorme en América Latina.

Cuando Néstor llegó a Armero en un helicóptero, eran las 7:30 de la noche. En el pueblo la vida transcurría en calma. Nada indicaba que pudiera ocurrir una avalancha. Néstor se dirigió a Almacenes YEP, en el centro, un edificio que casualmente él ayudó a construir, perteneciente a los fundadores de supermercados Ley. Además de voluntario de la Cruz Roja, es arquitecto e ingeniero civil. Ante el rumor de una posible avalancha por la erupción del Nevado del Ruiz, antes de la medianoche tomó camino hacia un cerro, donde, a la madrugada, escuchó un rugido.
– Es similar a los ventarrones, con otra escala. El aluvión avisa que está en camino. Desde el cerro, con la avalancha, ya no se veía Armero. Cuando bajamos nos dirigimos a Almacenes YEP. El barro llegó hasta el cuarto piso, pero el edificio se mantuvo intacto. Fue un punto de apoyo para realizar los rescates.

Un par de días después, otro voluntario caleño llegaba con una nevera en sus manos. Adentro llevaba morfina. Su nombre es Marco Antonio Gómez Montaño, perteneciente al Cuerpo de Bomberos y a la Cruz Roja.
– Vi a Armero desde el aire, y 40 años después no la olvido: todo estaba tapado por el barro, apenas se veía la cúspide de la iglesia y había animales muertos. Todavía se observaba movimiento de masas.
Como la tragedia fue un miércoles, Marco, que en ese entonces trabajaba como profesor de Artes Gráficas en el colegio San Juan Bosco, debió esperar hasta el viernes para viajar a Armero. El rector no le dio permiso para partir antes.

Tomó su morral, un overol, unos calcetines, una toalla, los implementos de aseo y se dirigió a la Fuerza Aérea, donde lo esperaba un helicóptero. Ya en Armero, no encontró a ningún médico que pudiera recibir la morfina. No había manos suficientes. Bajo carpas improvisadas amputaban, aplicaban medicinas en piel viva, buscaban desesperadamente agua.
No existían protocolos. Nadie coordinaba, todos gritaban. Los heridos graves eran enviados a hospitales en distintas ciudades sin ningún registro o base de datos. Muchos nunca volvieron a encontrarse con los suyos. Hoy, después de cuatro décadas, hay sobrevivientes que todavía buscan a sus familiares. El país debió improvisar el socorro en una noche, dice Marco, y la lección se aprendió: tras la tragedia de Armero nació el Sistema Nacional de Prevención de Desastres.
— La morfina la pude entregar tres días después, de regreso en un hospital de Bogotá, junto a los heridos. Cuando llegué a Cali, el martes, me dediqué a pedir ayudas. En el colegio casi me echan —continúa Marco, y sonríe, apenas.

A sus 65 años, aún guarda un morral con el uniforme de la Cruz Roja de la época. Como si siguiera listo para salir. Ayudar es natural en él.
Es hijo de una maestra rural, Alicia Montaño, quien recorría a caballo las veredas de Ceilán y Bugalagrande en los años de la violencia entre liberales y conservadores. Él la acompañaba a veces, con la tiza de cal en las manos. Ahí, dice, empezó esa forma de estar en el mundo: servir sin preguntar.

Como Luz Marina Jara Rengifo, quien trabajaba en una guardería de la Cruz Roja como educadora. Cuando el volcán hizo erupción, alistó un morral y sus medicamentos para la epilepsia. Sin embargo, la primera misión que le encomendaron fue llevar desde Cali hasta Ibagué a un paciente en ambulancia. Una vez finalizó el objetivo, el conductor del vehículo, Luis Vásquez, le dijo: “¿cómo no ir a Armero estando a dos horas?”

– Solo vimos barro hirviendo. Tanto, que ni siquiera nos pudimos bajar del carro. A mi compañero lo suspendieron debido a que hizo el viaje sin autorización. Yo volví a Armero un mes después, para trabajar en los albergues. La gente, acostumbrada a vivir en sus fincas, con espacio, se peleaba por todo en esas carpas. Todavía recuerdo a una señora que perdió a sus hijos. Quedó íngrima en el mundo – dice Luz Marina, a quien todos en la Cruz Roja la llaman ‘la soldado Jara’ por su tenacidad. El apodo se lo pusieron soldados del Batallón Pichincha cuando hizo un curso de socorrismo.
El arquitecto Hernán Varona Silva fue, por su parte, el único socorrista en Armero que portaba un radioteléfono en su overol. Radioaficionado, transmitía en directo lo que sucedía en el terreno.
La primera noticia de la erupción del Ruiz la escuchó en el noticiero Tv Hoy. Eran las 10:30 de la noche. Hernán supo que algo muy grave estaba ocurriendo cuando intentó comunicarse con los radioaficionados del Tolima y nadie contestó. Sin pensarlo, empacó su equipo.

Lo primero que vio de Armero desde un helicóptero fue como muñecos de barro que hacían señales con sus brazos; los primeros sobrevivientes. Eran tantos que elegía al azar a quienes rescataba: “tin marín de do pingüé”, y señalaba desde el aire. En total salvó 59 personas, durante los 20 días que permaneció en el pueblo.
Cuatro décadas después se conmueve cuando recuerda los reencuentros de las madres con sus hijos. En medio de la tragedia, renacía la esperanza. Aún, sin embargo, arruga el rostro cuando menciona los políticos que usaron las ayudas humanitarias para buscar votos; los que llegaron de todas partes del país a robar lo que había quedado, como una caja fuerte de una hacienda llena de dinero, lo que terminó en varios asesinatos; los saqueos a las despensas de alimentos.
– A los 8 días de estar en Armero me senté a llorar. En el municipio de Venadillo se hizo un centro de descanso para rescatistas, desconectarnos, entre comillas, de la operación. Íbamos uno o dos días y luego nos despachaban, porque uno se afecta ante tanta impotencia, tanto sufrimiento humano y ver el oportunismo de algunos, incluso personas de otros organismos de rescate que cometieron atropellos con personas que estaban pidiendo ayuda en el barro.

El país recuerda sobre todo a Omaira Sánchez, la niña de 12 años que murió en medio del fango. Estaba aprisionada de la cintura para abajo por rocas, vigas, ladrillos. Se encontraba en un punto de fácil acceso para los reporteros que contaron su historia para todo el mundo, pero los rescatistas coinciden: hubo decenas de Omairas en la tragedia.
El piloto de la Fuerza Aérea, Raúl Torrado, todavía no olvida al hombre corpulento que lo orientó con señas de sus brazos hasta el sitio donde se encontraba atrapado. A su alrededor había árboles y el hoy general Torrado hizo una maniobra para evitar que las hélices chocaran. Llegó hasta un punto donde logró lanzar una soga. El hombre bajo el barro la tomó, se la puso alrededor de la cintura, la amarró fuerte y cuando el helicóptero se elevó en busca de un lugar seguro para él, salió medio tronco. La tragedia, a veces, niega los finales felices y añade dramatismo que nadie entiende: mientras Armero luchaba, la guerrilla se tomaba Urrao, en Antioquia. Por eso Torrado apenas pudo estar tres días rescatando heridos, para después combatir.

El general, que se hizo piloto porque de niño soñaba con ir a la Luna, partió en la madrugada del jueves 14 de noviembre para Chinchiná. Era donde, decían los primeros informes, había ocurrido la avalancha. Solo dos minutos después de despegar la torre de control corrigió el destino. La tragedia ya tenía nombre.
Lo que primero vio en Armero fueron personas desnudas en la terraza del hospital. Como el aluvión ocurrió a la madrugada, los sobrevivientes estaban en pijama, telas delgadas que el barro caliente consumió. Cuando el general Torrado vio a la gente pidiendo auxilio desde el fango cambió de nuevo el destino: los del hospital, finalmente, pensó, están en un lugar seguro.
Fue cuando desde su helicóptero FAC 233A observó a un niño de 4 años que parecía resignado a morir. En el momento en que sintió la vibración de la aeronave movió un brazo como un último esfuerzo por aferrarse a la vida. El general Torrado y su equipo lograron evacuarlo y Jorge Parga, un reportero gráfico, contó la historia que conmovió al mundo. A aquel niño, llamado Guillermo Páez, el Rey de España le ofreció una beca para estudiar en ese país. Cada que regresa a Colombia, Guillermo busca al general Torrado para agradecerle por esa segunda oportunidad.

Algo parecido le sucedió hace unos años al voluntario de la Cruz Roja Néstor Marino Sarria. Se encontraba en el Centro Comercial Jardín Plaza de Cali cuando, desde el segundo piso, alguien le empezó a gritar mientras lo señalaba: “¡usted, usted, usted!”
Néstor se asustó. Cuando el hombre se acercó le dio un abrazo. Le dijo que él era uno de los niños que había rescatado en Armero. Lo llevaron al Instituto Óscar Scarpetta de Bienestar Familiar y le pagaron sus estudios universitarios. Hoy ese niño es un médico. Aunque a Néstor jamás lo condecoraron, como a muchos de los rescatistas de Armero, reconocimientos como el de aquel hombre es su mayor satisfacción: la certeza de que, pese al lodo que quemaba, Armero no se apagó del todo.
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