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Mar-a-Lago

Estados Unidos conserva ventajas sistémicas y está lejos de perder su inercia corporativa, su capacidad de innovación o el dinamismo de su economía...

Álvaro Benedetti
Álvaro Benedetti | Foto: El País

Álvaro Benedetti

21 de abr de 2025, 01:09 a. m.

Actualizado el 21 de abr de 2025, 01:09 a. m.

Mar-a-Lago. El nombre circula con frecuencia en titulares, pero su relevancia trasciende lo noticioso. Ubicada en Florida, esta residencia privada, adquirida por Donald Trump en 1985 por menos de diez millones de dólares —hoy valorizada en más de 300 millones— se convirtió, desde su primer mandato, en un centro alternativo de influencia.

Allí se recibieron líderes internacionales, se definieron posturas clave y tomó forma un modelo de liderazgo menos institucional y más personalista; menos diplomático, más transaccional. Con el tiempo, el enclave no solo mantuvo, sino que amplificó su centralidad simbólica. Dejó de ser un simple escenario para convertirse en un instrumento activo de poder, desde el cual se consolidan alianzas, se emiten mensajes de alcance geopolítico y se refuerza una lógica que desplaza lo formal en favor de lo personal.

Resulta irónico que uno de los momentos fundacionales de este giro haya sido la visita del presidente chino Xi Jinping en abril de 2017. Lejos de ser una simple reunión bilateral, aquella cita operó como un gesto con vocación perdurable, al marcar el desplazamiento del espacio institucional hacia uno informal, apartado del Departamento de Estado y fuera del alcance de los controles legislativos. Para muchos, en ese escenario tomó forma lo que podría entenderse como el ‘pacto de Mar-a-Lago’, algo parecido a un contrato simbólico entre poder y ciudadanía, basado en lealtades personales, desconfianza hacia el multilateralismo y una lógica empresarial aplicada al gobierno.

Se impone así una nueva teatralización de la figura presidencial estadounidense, donde su titular actúa como un CEO y el país se administra como una empresa orientada a resultados inmediatos. La informalización del liderazgo no es del todo nueva, pero en este contexto adquiere una escala inédita. La diplomacia se convierte en escenografía; la institucionalidad, en una variable negociable. Lo público, cada vez más, se somete a lógicas de valorización oportunista.

El contraste no podría ser más elocuente. Aquel gesto inaugural de acercamiento a Pekín se resignifica hoy en un escenario marcado por la tensión con China y otros socios comerciales, la reconfiguración de cadenas de valor, el desgaste de la arquitectura liberal internacional y una polarización interna que no cede. El trumpismo, entretanto, persiste en articular una narrativa directa, de eficacia aún incierta, centrada en tres principios: renegociar, proteger, desconfiar. América Primero.

Pero más allá de sus consignas, el interrogante es: ¿Qué tipo de liderazgo ejercerá Estados Unidos en las próximas décadas? Ya no es el árbitro indiscutido del orden global. Su voz es la más influyente aún, pero ha perdido exclusividad. China plantea un modelo alternativo, Europa intenta redefinirse y el Sur Global exige mayor protagonismo. Sin conocer todavía los costos de este sacudón, soy de los que creen que asistimos al privilegio —poco frecuente en la historia— de observar, en tiempo real, cómo se reconfigura el orden mundial.

Comprender ese proceso no es meramente un ejercicio teórico, sino un imperativo práctico para que, a quien le interese, por supuesto, sepa decidir con visión y sentido de oportunidad. Estados Unidos conserva ventajas sistémicas y está lejos de perder su inercia corporativa, su capacidad de innovación o el dinamismo de su economía, incluso —aunque parezca increíble— en ámbitos sensibles como la política migratoria. Mar-a-Lago no es una excepción, sino un síntoma. No determina por sí solo el rumbo del poder global, pero sí revela cómo ha comenzado a transformarse.

Álvaro Benedetti

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