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Lucrecia Panchano: “La copla es la vida misma”
Sucedió en su apartamento en el barrio El Cedro, en el sur de Cali, el mismo donde la conocí dos décadas atrás...

8 de jun de 2025, 05:02 a. m.
Actualizado el 8 de jun de 2025, 05:02 a. m.
Primero fue un correo electrónico. Un familiar de la poetisa afrocolombiana Lucrecia Panchano decía que ella necesitaba hablar conmigo con cierta urgencia, así que me pedía el número telefónico. Enseguida se lo compartí.
Unas horas después fue la misma Lucrecia la que llamó. Me dijo que estaba próxima a cumplir 90 años y que, a esa edad, ya sentía que podía despedirse de este mundo, por lo que quería conversar conmigo como lo hicimos hace 20 años.
—Usted fue el primer periodista que me hizo una entrevista en un periódico, y se lo quiero agradecer —dijo.
Yo me asusté. Pensé que doña Lucrecia tenía algún problema de salud, así que acordamos una cita. Sucedió en su apartamento en el barrio El Cedro, en el sur de Cali, el mismo donde la conocí dos décadas atrás, en la sala que permanece como entonces: repleta de porcelanas.
Pronto me tranquilicé. A sus 90 años, Lucrecia Panchano está intacta: su voz, potente como río; su memoria, prodigiosa, capaz de recitar 50 poemas suyos y ajenos; y un estado físico que le permite subir y bajar gradas como quien anda en los 40.
—El médico me dijo lo mismo, que yo estaba intacta, pero uno, a los 90, nunca sabe —comentó con la vitalidad de quien aún tiene toda una vida por delante. Los Panchano son longevos. Su bisabuela murió a los 116 años, y su abuela, a los 101.
Aquella tarde hablamos sobre sus más recientes publicaciones, como ‘Amor Ilimite, poemas de playa y mar’, y de su dedicación por hacer versos que, según doña Lucrecia, no tienen pretensiones literarias, pero son la voz de su corazón.
Ella nació en Guapi, Cauca, el 15 de marzo de 1935, y a los 13 ya era profesora de los niños de las comunidades indígenas.
—Estudié en el colegio de las Hermanas de la Providencia, y un quinto de primaria de las hermanas era como hacer un bachillerato. Con ellas aprendí a leer y a escribir, y además tenía la predisposición ancestral de los viejos. Mi abuela hacía versos pese a que no sabía leer. La copla no era parte de la vida, sino que era la vida misma.
Todo en Guapi se expresaba con versos. Cuando un bebé nacía se hacía una copla, lo mismo que cuando moría. Cuando la novia peleaba con el novio, le echaba una sátira: “Ñanguita te andas matando / queriendo que te haga caso, / sabes que yo no gasto / mi pólvora en gallinazo”.
En ese entorno rico en oralidad creció doña Lucrecia, quien en 1982 se jubiló en Puertos de Colombia, donde trabajó como operadora de comunicaciones. Con su voz diáfana orientaba a los capitanes de los barcos.
Fue en Buenaventura donde empezó a escribir en serio. Sucedió el día del cumpleaños de monseñor Gerardo Valencia Cano. A él no le gustaban los elogios ni los homenajes, así que doña Lucrecia escribió unos versos y se los dejó en La Catedral. Al día siguiente, monseñor dijo que quería conocerla.
Ella se presentó a la iglesia y le contó que había gente que no creía que ella fuera poeta. La subestimaban. Incluso, como era paisana de Helcías Martán Góngora, hubo quien afirmó que él hacía los poemas y ella los firmaba.
Monseñor Gerardo Valencia le dio la solución: le dijo que le hiciera versos a quienes nunca les hacían un poema. A los gamines, por ejemplo, o a los trabajadores de los puertos. De esta manera, siendo tan original, nadie dudaría de su obra.
Doña Lucrecia lo siguió al pie de la letra. Le escribió versos a los campesinos, a los bomberos, a la reina del Litoral, a los mineros. Los publicaba en el periódico El Puerto, y ahora están preservados en libros.
A doña Lucrecia, a propósito, le digo que me debo despedir para hacer una crónica en el estadio Pascual Guerrero, y ella, americana por siempre, comienza a recitar con su voz de trueno:
“Porque mechita, decirle al corazón que no te quiera tanto, es casi que exigirle que deje de latir. Porque tú eres la causa de mi risa o de mi llanto, porque tú eres la esencia que marca mi existir. Por eso es que tus triunfos, América del alma, los celebro gozosa con todo el corazón; por eso tus derrotas me quitan dicha y calma, y dejan en mi vida dolor y frustración. América, mechita, mi destino es quererte, siempre contigo, contigo hasta la muerte. Por eso te gritamos y dale, y dale, y dale rojo dale”.