Columnista
La escoba que pesa más que una bomba
Recoger lo que dejan las bombas es una forma de no dejarse derrotar por los desalmados, de recomponer la vida.
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31 de ago de 2025, 01:53 a. m.
Actualizado el 31 de ago de 2025, 03:10 p. m.
La desolación huele a pólvora y a sangre. Eso fue lo que percibió Argenis Murillo la semana pasada, cuando llegó con su escoba al lugar de la tragedia: los alrededores de la Base Aérea Marco Fidel Suárez, en el norte de Cali, el sitio en el que desalmados decidieron lanzar bombas donde estaba la gente: taxistas, profesoras, estudiantes, comerciantes, caleños que, a las 2:50 de la tarde del jueves 21 de agosto, simplemente pasaban por allí.
Argenis se presenta como “guardiana del medio ambiente”. Desde hace siete años trabaja en Promo Cali y Promovalle, la empresa encargada de asear los alrededores de la base y otras zonas del norte de la ciudad. Es operaria de barrido.
Llegó al lugar de la tragedia en la madrugada del viernes. Antes, en la tarde y noche del jueves, un equipo de criminalística había hecho el levantamiento de los cuerpos que dejaron las bombas: el del taxista John Eder Parra; el de la profesora Martha Lucía Agudelo; el del joven Jhon Alexander Zúñiga, que iba con su tía al centro a comprar una blusa; el de Cristian Riascos, que se dirigía a recoger a su esposa, y el de Juan Diego Martínez, de 17 años, quien iba con su mamá en una moto.

Argenis pensó entonces que la desolación y la tristeza olían a eso: a pólvora y a sangre. Mucha sangre de los casi cien heridos que dejó el atentado, aún visible en la calle e impregnada en los escombros. El ambiente era de duelo. En los alrededores, mientras barría, escuchaba el llanto de los comerciantes a quienes las explosiones destruyeron sus locales, al igual que las casas de los vecinos.
Pensaba en la fragilidad de la vida. Esa misma zona es la ruta que toma a diario desde Potrerogrande, donde vive, hasta su trabajo. Madruga a las cinco de la mañana para subirse al MÍO y llegar a la empresa antes de las seis. Si la bomba hubiera estallado en la mañana, quizá estaría entre las víctimas. Es lo mismo que piensan muchos caleños que aquel jueves pasaron, en algún momento, por el lugar. El ánimo se desploma, el miedo aparece, surge la certeza: Colombia es un país donde la violencia arrebata la vida sin aviso y a cualquier hora, en cualquier parte.
Pese a la tristeza, Argenis siguió adelante. Ella y casi treinta compañeros más —entre operadores de barrido, conductores de volquetas, minicargadores y una barredora mecánica— trabajaron sin descanso. En total, en tres días, recogieron 120 toneladas de residuos. Aún siguen limpiando el lugar.
Argenis levantó el ánimo cuando el secretario de Seguridad de Cali, Jairo García, los reunió y les dio palabras de aliento. Les dijo que, gracias a su labor, la ciudad empezaba a ponerse de pie de nuevo. Recoger lo que dejan las bombas es una forma de no dejarse derrotar por los desalmados, de recomponer la vida. Es una manera de que Cali respire otra vez, después de que intentaron doblegarla, deprimirla, matarla.
Casi siempre ocurre: quienes parecen invisibles para muchos son, en realidad, los que sostienen la ciudad, los que permiten que todo siga funcionando. Sucedió en la pandemia. Hay oficios imprescindibles, como los de Argenis, que se deben reconocer y valorar mucho más.
Porque al final, mientras los violentos siembran ruinas, son personas como Argenis quienes vuelven a poner a Cali de pie. Su escoba pesa más que cualquier bomba.
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