Columnistas
Estado, hoy
El problema fundamental en esta tercera década del Siglo XXI consiste precisamente en reinventar el Estado más allá de las polarizaciones excluyentes
Las redes sociales nos traen un video en el que uno de los participantes, haciendo ostentación de su sapiencia, nos explica que el actual gobierno tiene una “agenda marxista”, porque considera al Estado como la única entidad que sabe hacer bien las cosas, en contraste con “los privados”, a los que ve “como unos bandidos”. Su proyecto es convertir “todo en público”, concentrar el poder en pocas manos y crear dependencias de los ciudadanos con respecto al Estado, ante el cierre de otras opciones. No sabemos si este planteamiento es resultado de la ignorancia o de la mala fe y por ello conviene recordar algunos detalles fundamentales.
El Siglo XX nos deparó experiencias contradictorias a este respecto. La primera tiene que ver con los regímenes totalitarios, que convirtieron al Estado en un ente omnipotente que lo regulaba todo, asfixiaba los individuos y establecía formas de control minucioso de la vida social en todos sus matices, incluso en la vida privada de las personas, como aparece en la novela 1984 de George Orwell.
El ponente de la mesa redonda tiene razón en oponerse a este tipo de modelo que anula la expresión de los ciudadanos, pero lo que no parece tener claro es que el totalitarismo es tanto de izquierda como de derecha: el estalinismo y el nazismo y, en menor medida, el fascismo en Italia y el franquismo en España. Libros clásicos como el de Hanna Arendt (Los orígenes del totalitarismo, 1951) y el de Raymond Aron (Democracia y totalitarismo, 1965) pusieron de presente los elementos comunes que existían entre estos regímenes.
Otra cosa muy distinta es la oposición que se puede establecer entre el llamado ‘Estado de bienestar’ y el neoliberalismo. En el primer caso, como resultado de ‘la crisis del 29′, se asignó al Estado una responsabilidad en la estabilidad económica del capitalismo (el keynesianismo) que permitiera contrarrestar las crisis de sobreproducción con la creación de ‘demanda efectiva’; y un papel primordial en la asistencia social de los ciudadanos (la salud, la educación, el desempleo, etc.) y la regulación de los conflictos sociales. La idea era que el Estado debía contribuir a amortiguar las desigualdades, propiciar la redistribución del ingreso y, sobre todo, evitar la explosión de una revolución social.
Caído el socialismo, entre 1989 y 1992 se impuso el modelo neoliberal cuyo objetivo era ‘desmontar el Estado de bienestar’ bajo la idea de que la regulación de las actividades económicas debía confiarse a la lógica del mercado. Se trataba del regreso a una concepción clásica del liberalismo que, a la manera del anarquismo, consideraba al Estado como ente artificial y oneroso, que despojaba de sus atributos a la sociedad. Este modelo fue ‘exitoso’ durante los primeros años de la globalización en los 90 pero poco a poco fue haciendo agua. La crisis económica de 2008, resultado de la desregulación financiera, puso sobre el tapete el problema de la regulación de la economía por parte del Estado. La pandemia finalmente terminó por desnudar todas las carencias que se habían acumulado en términos de anarquía y desigualdad.
El problema fundamental hoy en día no es entre un Estado totalitario y omnipotente, que todo lo controla, o un mercado dejado a su libre juego. Adam Smith, economista del Siglo XVIII, acuñó la frase de que “los individuos trabajando por su propio beneficio trabajan sin saberlo por el bien de todos” porque una “mano invisible”, por encima de ellos, garantiza la regulación. Esta ecuación, reinterpretada por el neoliberalismo, no ha funcionado y es allí donde se impone una reflexión sobre la importancia del Estado como mediador entre los intereses públicos y privados y como regulador de un sistema económico que, dejado a su propia lógica, arrasaría con todo (hasta con el planeta), como hemos visto en los últimos años. El problema fundamental en esta tercera década del Siglo XXI consiste precisamente en reinventar el Estado más allá de las polarizaciones excluyentes que nuestro ponente plantea. Hay que empoderar la sociedad contra el Estado pero al mismo tiempo no rechazar su papel regulador.