Columnistas
Lo efímero y lo importante
¿Cómo estamos viviendo realmente?
La vida es un delicado equilibrio entre lo predecible y lo inesperado, una danza en la que, con frecuencia, olvidamos lo frágiles que somos. Creemos controlar nuestro destino, pero basta un diagnóstico, un accidente o una pérdida para que todo cambie de forma irrevocable. Estos momentos nos sacuden y nos enfrentan con una pregunta inevitable: ¿cómo estamos viviendo realmente?
La fragilidad de la vida se manifiesta en situaciones que parecen ocurrir de la nada. Piensa en alguien que acude al médico por un chequeo rutinario y regresa con un diagnóstico grave. O en el conductor que una mañana cualquiera no regresa a casa porque un accidente se cruzó en su camino. En esos instantes, nuestra percepción de seguridad y permanencia se desmorona, recordándonos que todo puede cambiar en un parpadeo.
Frente a esta realidad, la calidad de vida emerge como un concepto clave. No se trata solo de estar libres de enfermedad, sino de sentirnos plenos, conectados y capaces de disfrutar cada día. Estudios demuestran que las personas con una percepción positiva de su calidad de vida, incluso en contextos difíciles como enfermedades crónicas, tienden a vivir más y mejor. Esto resalta la importancia de cuidar no solo del cuerpo, sino también de la mente y las relaciones.
Sin embargo, cuando la vida da un giro inesperado, ¿cómo respondemos? Algunos se hunden en la desesperación; otros encuentran en su vulnerabilidad una fuerza inesperada. Hay personas que, tras sobrevivir a una enfermedad grave, cambian completamente su perspectiva de vida. Valoran más los momentos simples, cultivan relaciones profundas y encuentran propósito en lo que antes pasaba desapercibido. No es que la fragilidad desaparezca, sino que aprenden a vivir con ella de manera más plena.
La vida, en su naturaleza incierta, nos desafía constantemente a replantear nuestras prioridades. Es fácil quedar atrapado en la rutina y olvidarnos de lo que realmente importa hasta que algo inesperado nos detiene en seco. Estos momentos, aunque dolorosos, nos recuerdan que cada día es un regalo y que debemos aprovecharlo al máximo.
En última instancia, la fragilidad de la vida no debería paralizarnos, sino inspirarnos a actuar. ¿Qué pasaría si viviéramos cada día con gratitud, conscientes de lo efímero que es todo? ¿Si hiciéramos del cuidado de nuestra salud, nuestras emociones y nuestras relaciones una prioridad constante?
La vida es frágil, pero también sorprendentemente resiliente. En su imprevisibilidad, reside su belleza. Y aunque no podemos controlar el tiempo que tenemos, sí podemos elegir cómo lo vivimos. Quizás, al final, el mayor regalo que podemos darnos a nosotros mismos y a los demás es aprender a bailar con la incertidumbre, celebrando cada paso como si fuera el último. Porque al final del día, no es cuánto tiempo vivamos lo que importa, sino cómo vivimos y qué dejamos en el corazón de los demás.