Columnistas
El profeta en su casa
Hay tantas cosas para mirar en esta calle, los nidos en las cuerdas de la luz, la rata muerta desde el sábado entre periódicos del viernes, el tendero dormitando bajo su parasol con el bigote bombardeado por los moscos...
Transcribo en prosa este, mi primer poema urbano escrito en el barrio Obrero en 1964: Vivo en un barrio obrero, en una casa vieja, en pantuflas, y sobre la misma mesa donde mi padre por las noches corta los pantalones que ha de entregar al otro día, para que los nueve que somos quepamos en el comedor, para que el techo no se desplome por las lluvias, para que en nuestros pies brille el betún de la decencia, escribo mis poemas herméticos, trastorno la gramática, me doy en poseer un mundo que no tengo, leo a Paul Valéry y a Tristan Tzara.
Esta mesa, donde mi padre ha parido tantos pantalones de paño, ha sentido sobre su lomo también correr mis palabras absurdas, desde cuando él se iluminaba con una lámpara Coleman, hasta ahora que yo la profano con mis babas intelectuales. Sus gavetas inmemoriales aún sirven para guardar las tijeras, metros de setenta centímetros, libretas con medidas de clientes que hoy tendrán hijos con las mismas, muestrarios de paños ingleses anteriores a la invención de la moda, y las grietas de su madera con tiza en polvo se han llenado.
Entre sus patas se levantó mi infancia contemplando a mi padre en el billar de su trabajo, con tantas ilusiones puestas en mí cuando creciera. Mi educación fue pagada con panes que el tiempo multiplicaría. Pero crecí para la indiferencia, para el ocioso sol, para los sueños. Solo las piernas del amor, solo las copas de la risa, en los colchones del nihilismo, perdí las plumas de mi vuelo. Escribo mis poemas herméticos, pero de vez en cuando pienso. Pienso, por ejemplo, que esto debe cambiar, que debemos sonreír todos de la sala hasta la cocina, estar del lado de la vida como las matas de los tarros, cantar victoria bajo la ducha de las mañanas esplendentes. Que mis hermanas no se avergüencen cuando en la calle les preguntan: “¿Qué está haciendo ahora su hermano?”, “¿Cuándo se va a afeitar la barba?”, “¿Si es tan inteligente por qué no trabaja en un banco?”. Pero el diablo me hizo poeta para que ardiera en plena vida.
Los buses pasan veloces, rumbo a la guerra del día, levantando una polvareda bestial que penetra en la casa por las ventanas, por el techo, por las hendijas de la puerta dejando rucio el hermetismo de mis poemas y lecturas. Estornudo como un buen burgués que se ha resfriado en los montes alpinos. Blasfemo entonces y en bata de baño salgo a la calle a descansar y veo muchos niños descalzos con coladores de café persiguiendo a las mariposas que el invierno ha mandado adelante, y veo muchos hombres con palas cavando surcos en la calle para sembrar alcantarillas más modernas y poderosas.
La señora que aplica las inyecciones pasa con su maletín descosido y me saluda buenas tardes, joven. ¿Cómo está su mamá? Y mi mamá cante que cante en la cocina frente a una pila de platos o frente a mis camisas sucias que aún acaricia con ternura.
En la esquina varios obreros pulen zapatos en un torno y por sus pechos sin camisa rueda el sudor de la alegría y me provoca ir a sentarme junto a ellos, a oírles hablar de sus cosas particulares, de sus familias, del engrudo, de los campeones de box, de las chicas del ‘Tunjo de Oro’, pero me da miedo aburrirlos, sé que me tienen bronca, pues piensan que soy un inútil y un haragán de siete suelas.
La muchachita que trabaja en el almacén Sears, estudia inglés y usa una falda roja demasiado ceñida para su edad, sale a esperar el bus apresuradamente y me sonríe como si ya estuviera muerto. De la carpintería emerge el olor de la cola, virutas vuelan por el aire, canta la sierra circular construyendo pupitres.
Hay tantas cosas para mirar en esta calle, los nidos en las cuerdas de la luz, la rata muerta desde el sábado entre periódicos del viernes, el tendero dormitando bajo su parasol con el bigote bombardeado por los moscos, el albañil poniendo tejas en la casa nueva y gritándole al ayudante que le suba el martillo. En este ambiente es imposible ser un poeta hermético, digo, qué clase de poeta soy yo que me emociono con la vida, calzo mis arrastraderas y me entro a acostar porque no demoran en salir a la escuela los niños con sus caucheras.