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Darse la mano

La Iglesia Católica entendió siempre la relación entre el color y la devoción.

4 de enero de 2025 Por: Óscar López Pulecio
Óscar López Pulecio
Óscar López Pulecio. | Foto: El País

Las esculturas de mármol del desaparecido mundo griego y latino que fueron desenterradas desde el Siglo XV eran, una vez limpiadas, de una deslumbrante blancura. Pero un hombre contemporáneo de Pericles no las hubiera reconocido porque cuando fueron hechas estaban llenas de color, de modo que parecieran de carne y hueso.

Aquí y allá se encontraron trazas de color y se han hecho experimentos sobre cómo se verían en tiempos antiguos lo cual choca con el gusto contemporáneo. Es como si nos pintaran de colores la Piedad de Miguel Ángel, el Rapto de Proserpina de Bernini o la Paulina Bonaparte de Cánova, todas ellas esculpidas y pulidas a la manera que se suponía antigua, es decir blancas.

La talla en madera en cambio mantuvo esa tradición colorista, sin saberlo. Las muchedumbres que llenaban las iglesias en la Edad Media, sus fachadas pintadas de colores, no se hubieran conmovido ante imágenes no pintadas. La Iglesia Católica entendió siempre la relación entre el color y la devoción.

En el período Barroco, que es un estilo extremo impulsado por la Contra reforma, entre más coloridas fueran las imágenes, mejor. El gran arte mantuvo la blancura del mármol, la madera tallada fue el refugio del color. El Museo del Prado en Madrid, acaba de inaugurar una exposición bajo el nombre de ‘Darse la mano’, que es la escultura en madera dándose la mano con el color, con la secreta intención de reivindicar el color en la escultura, tiempos de la antigüedad incluidos. Todas las esculturas que allí aparecen son religiosas, santos de iglesia, del Siglo de Oro español, que son en realidad dos siglos, el XVI y el XVII, apogeo del imperio donde no se ponía el sol.

Las imágenes sagradas se produjeron por miles en un proceso muy parecido a la moderna producción en serie para dotar centenares de iglesias. Era un mundo de artesanos. Pero ocasionalmente algunos muy talentosos rompían la barrera de la artesanía y entraban a la del arte: Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Damián Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo, Juan Martínez Montañés o Luisa Roldán, todos representados en la exposición. Y dos ausentes que hubiera completado el cuadro, el indio Caspicara y Bernardo de Legarda, quiteños.

El trabajo del tallador y el del pintor eran oficios diferentes. Uno tallaba y el otro pintaba. Un tallador hacía las manos, otro los pies, los más creativos los rostros o los cuerpos casi desnudos de los cristos, y las monjas bordaban los trajes de los santos de vestir con hilos de oro y plata. Pero era en el pintor donde estaba la clave del éxito.

Las figuras de madera se sometían a un proceso de entelado y enyesado, que una vez pulidas permitían forrar los trajes de laminillas de oro y plata. Sobre esa superficie se ponía el color y luego con una aguja se dibujaba un diseño. La pintura sobrante se quitaba y debajo salía a relucir el oro y la plata que se bruñían. Estofado se llama ese procedimiento de maravilloso resultado. El proceso de la encarnadura imitaba la piel tersa o atormentada, a la perfección.

Las imágenes negras muy antiguas eran figuras que habían perdido el color para dejar al descubierto el fondo oxidado de la base. Famosas la Virgen de Montserrat, La Moreneta y el señor de los milagros de Buga. La exposición del Prado resulta familiar para todos aquellos que hemos convivido con los santos de colores, que le hubieran encantado al hombre del siglo de Pericles.

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