Columnistas
Nuestro paraíso
Cali es una ciudad paraíso, solo que nos acostumbramos tanto a su belleza que no hemos vuelto a permitirnos el asombro, el mismo que ojalá permee el espíritu de la COP16.
Cali vive por estos días una de sus mayores epifanías cuando será visitada este 21 de octubre por cerca de 20 mil extranjeros, muchos de ellos gurúes del cambio climático, profetas de la biodiversidad y la conservación del planeta.
Creo, independientemente de los discursos mamertos, que no pudo elegirse un mejor lugar para debatir estos temas tan urgentes, salidos de la predicción de Al Gore, vicepresidente de Bill Clinton, cuando el 26 de enero de 2006 puso en la mente del mundo su ‘verdad incómoda’.
No sé si el polémico Parque del Agua del que tanto se habla hoy en Cali, haga parte de los ‘megaproyectos’, pero de lo que sí estoy convencido es que los poetas aparecen siempre para conjurar viejos males, ya como profetas, ya como aguafiestas.
Hace varios diciembres, Elmo Valencia me regaló un texto perdido de Gonzalo Arango, “Cali, aparta de mí este cáliz”.
Conozco el lugar que describe Gonzalo Arango con acentos dionisíacos, porque viví en sus cercanías. “Cali, aparta de mí este cáliz” fue escrito en esa zona verde -de la pocas que van quedando dentro de la ciudad- llamada El Parque del Acueducto: “Una naturaleza llena de colores y vitalidad ha derramado aquí sus poderes en una forma escandalosa. El color, la luz y la belleza me enceguecen, me anonadan. Los dioses deben bajar aquí a celebrar sus ritos dionisíacos y sus sacrificios de sangre, placer y locura. De este sitio han sido arrojadas la paz y la castidad por los salvajes dioses del amor, que restituyeron el prestigio perdido del paraíso…”
Así que si a alguien se le ocurre cometer un despropósito arquitectónico-urbanístico en este lugar, Arango, conocido también como El Profeta, lo fustigará desde el más allá: “Me tiendo en la grama. En mi chaqueta hay libro de Prévert, y por casualidad se llama “Palabras”. Ninguna palabra, ni la que es del dominio de los dioses, o de la poesía, puede nombrar este cielo, este sol, esta belleza desapacible que linda con la pesadilla. Una sensación de erotismo y religiosidad me clavan de rodillas en el paisaje. No digo nada porque no hay nada qué decir, pero mi alma bendice esta tierra y sus esplendores…”.
Esto lo decía Gonzalo Arango Arias, nacido en Andes, Antioquia, y creo que su dicha estaría hoy intacta, pues Cali es una ciudad paraíso, solo que nos acostumbramos tanto a su belleza que no hemos vuelto a permitirnos el asombro, el mismo que ojalá permee el espíritu de la COP16. Alguna vez le conté a Ever Astudillo acerca de mi deslumbramiento cuando vine por vez primera a Cali, de la mano de mi padre, para ver una final Millonarios-Cali, cuando todos los bonaverenses éramos hinchas del equipo capitalino. Las oficinas del correo quedaban frente al río y desde ahí era posible ver la hermosa fachada del Batallón Pichincha, el Puente Ortiz que avanzaba hacia La Ermita -cuando la vi fue como estar delante de Notre-Dame- y haciendo esquina con el primoroso edificio de la Compañía Colombiana de Tabaco, el Alférez Real. El sonido del río bajaba por ahí haciendo encajes, atronaba con un rumor balsámico. El agua era verde y transparente y todo el mundo parecía feliz. Me decía, así mismo, que no era posible que tuviera ya catorce años y apenas ahora conocía este lugar encantado donde el aire olía a flores y a musgo de alta montaña, y había mujeres, por los lados de Santa Rita, donde vivía mi madrina, con las faldas infladas por la corriente del río, y el jabón apoyado en una piedra.
Así que, ubicado en un contexto retrospectivo, no me sorprende esta alegría de Gonzalo Arango al descubrir la belleza de Cali: “No puedo soportar esta belleza atroz que un día morirá conmigo. Me espanta la idea de que esta belleza sobreviva, que yo muera y que estos árboles sigan floreciendo. Que las aguas del río sigan bajando. A lo lejos la ciudad resplandece como un vientre de luces, palmeras, sexo. Su ardiente vitalidad es este respiro de fuelle que arroja en las fauces del cielo las olas de calor, temperatura, trompetas, cláxones, gritos ebrios y el merecumbé. Cali, ciudad de noches alejandrinas, dócil a los placeres, vulnerable a los deseos del mundo. Cielo de Epicuro donde aterrizan ángeles mahometanos. ¡Noches crepitantes de Cali en las que el cielo gotea como en los mejores estados de fiebre! ¡Cali, capital de la noche del amor!”