Columnistas
Los microactos
Me pregunto si vale la pena odiarse, desgastarse, matarse, microactos sombríos y trágicos, o agradecer cada instante, abrazarnos...
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5 de ago de 2025, 01:55 a. m.
Actualizado el 5 de ago de 2025, 01:55 a. m.
“Nos inclinamos / para secarte / y calzarte
Te ayudamos / a maquillarte / y vestirte
Con imperfectas manos / moldeamos tu torso
Con aceite de almendras/ preservamos tu lozanía”.
Me impresionó el bellísimo artículo publicado en El Espectador hace unos días, escrito por el poeta John Galán Casanova y dedicado a su madre enferma de Parkinson. ‘La épica de Los microactos’, esas cientos de acciones que se requieren para cuidarla. Su poema ‘La madre’ es ferozmente tierno y triste.
Lo releo y no me canso, y caigo en cuenta de que todos los seres vivientes en este planeta tenemos ese común denominador, humanos, animales, plantas, el mar, el aire, todo.
Somos una serie de microactos que nos pasan desapercibidos y su perfecta concatenación no la notamos, hasta que algo falle.
Cada despertar es un nuevo comienzo del engranaje, por decirlo así, abrir los ojos, pestañear, ver un nuevo día, sentarnos, pararnos, ponernos las pantuflas, caminar hasta el baño, quitarnos el pijama, poner la toalla cerca, caminar hacia la ducha, abrirla, recibir el agua, tomar el jabón, y así sucesivamente.
El desayuno, otra serie: caminar hacia la mesa, poner el plato, los cubiertos, prender la cafetera, llenarla con agua y café, tomar el pan, abrir la nevera, sacar la caja con leche, abrir el cajón, sacar la cacerola, prender la estufa, tener el aceite y el huevo listos para freírlos, llevarlos a la mesa, sentarnos, llenar la tasa, correr la silla, sentarnos.
Buscar las llaves, abrir la puerta, salir, cerrar la puerta, llegar a la calle, esperar la buseta, subirse, luego bajarse, caminar hacia el destino, subir escaleras o bajarlas, iniciar el trabajo.
Cuidar las matas, coger la manguera, abrir la llave, regarlas, apagar la manguera, enrollarla.
En fin, somos la suma de todo, desde que nacemos hasta el último suspiro; cuando ya nos quedemos rígidos y no estemos, serán otras las manos que cubrirán el cuerpo, lo limpiarán, lo enterrarán o cremarán, otros microactos de otros.
Como los árboles, su semilla, la tierra, sus primeras raíces, sus tallos frágiles, su savia, el crecimiento, las hojas, los frutos de sus entrañas.
Caminamos por la vida sin darnos cuenta del milagro, cuántos huesos, tendones, músculos, órdenes cerebrales, olfato, tacto, oído, papilas gustativas, neuronas, dendritos, glóbulos, células, articulaciones necesitan sincronizarse para cualquier movimiento; emocionarse, enrabietarse, llorar, sentir ternura, pensar. Y solo cuando algo falla, así sea un pequeño esguince, una acidez estomacal, un estornudo, un grado de temperatura, nos damos cuenta de nuestra fragilidad.
Me pregunto si vale la pena odiarse, desgastarse, matarse, microactos sombríos y trágicos, o agradecer cada instante, abrazarnos, vernos como hermanos y procurar que todos nuestros microactos estén encaminados hacia el bien.
Estoy haciendo el ejercicio de concentrarme en mis microactos diarios, miles, gracias a Dios.

Periodista. Directora de Colcultura y autora de dos libros. Escribe para El País desde 1964 no sólo como columnista, también es colaboradora esporádica con reportajes, crónicas.
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